Desde Río de Janeiro

Brasil finalmente llegó a Rusia. Tardó poco más que dos partidos, o sea, unos 115 minutos, lo que quiere decir menos de dos horas. Pero la verdad es que esos 115 minutos parecieron poco menos de dos siglos. 

Como el país vive tiempos de profundo desánimo, con un gobierno cuya política destroza derechos sociales adquiridos y tiene un proyecto económico que lleva a la desesperación, poquísimos brasileños se mostraron entusiasmado con el Mundial de Rusia. Y la verdad es que en los dos primeros partidos, el seleccionado no contribuyó casi nada para alterar ese estado de espíritu.

Ayer fue distinto. Todo empezó alrededor de la una de la tarde de un miércoles de un invierno que más parece primavera en Río: un solcito blancuzco, que iluminaba sin dar calor, un paisaje suave y sereno, la mar tranquila en sus movimientos continuos. 

Y de repente, gritos no de pánico por la violencia que asola a la ciudad, y estampidos que no vinieron de los tiroteos entre bandas de narcotraficantes y la policía que más mata en Brasil. 

No, no: eran gritos y cohetes de celebración por la derrota, y la consecuente eliminación, de Alemania en el Mundial de Rusia.

¿Qué hicieron los pobres alemanes para merecer una celebración por su derrota? Bueno: en primer lugar, de pobres, nada. Y, segundo: ha sido la venganza por los 7 a 1 que nos impusieron en el Mundial celebrado aquí mismo, en Brasil, hace cuatro años.

Con ese ánimo –celebrando victoria ajena contra un fantasma particular– los brasileños de prepararon para el partido contra Serbia.

Del fútbol serbio, poco saben los pocos que saben. Se recuerda, es verdad, a un serbio –Petcovik– que ha   sido ídolo en Flamengo, el más popular equipo brasileño, hace cosa de veinte y pico de años. Era una incógnita parada en mitad del camino rumbo a la próxima etapa del Mundial. Y Brasil volvió a ser Brasil.

 

Habrá, claro, los especialistas que trazarán análisis fulminantes sobre el desempeño brasileño ayer. Pero para la gente de mi país, lo que se vio ha sido un fútbol alegre, divertido, un tanto abusado en el segundo tiempo, con tanto retener la pelota y practicar un exceso de exhibicionismo que rozó el límite del anti-juego, pero con jugadas primorosas. Un Neymar que dejó de sobreactuar y volvió a su oficio, que es el fútbol. Un Philippe Coutinho que, discreto, es un tremendo jugador. Y con un golazo de Paulinho, y otro, menos luminoso pero eficaz, de Thiago Silva.

Menciono a todos esos nombres sin acordarme de haber visto, a no ser en mundiales anteriores, a casi ninguno de los jugadores del seleccionado: la globalización del fútbol-empresa disolvió la belleza del fútbol-arte. 

De todas formas ha sido un buen partido, pasamos a la próxima etapa, y en tiempos normales Río estaría convulsionada con conmemoraciones en cada esquina.

Pasada poco más de una hora del final del partido, miro por la ventana de mi anfitrión y veo la belleza del mar de Copacabana, un horizonte más lejano de lo que debería, una espléndida luna, toda redonda y luminosa. Brasil jugó un juego vistoso, Neymar volvió al fútbol, Coutinho sigue soberano, hubo juego colectivo, hubo ritmo, hubo alegría en la cancha, hubo un poco de todo. 

Hay un poco de fiesta. 

Hay, repito, una luna hermosísima, de esas que uno daría de regalo a una muchacha hermosa de Azul o de cualquier parte, una luna espléndida y redonda y luminosa como el gol de Paulinho, un golpe de luz sobre el mar de Copacabana muy parecido al cabezazo de Thiago Silva en el segundo gol brasileño, hay una intermitencia de esperanza y timidez del partido igualito a la intermitencia de esperanza y desaliento frente al futuro de este país tan hermoso y tan cruel y tan desigual.

Pero lo que importa de verdad es que Brasil finalmente llegó a Rusia y Neymar finalmente llegó al equipo.

La fiesta ha sido poca, por ahora. Ojalá logremos más y más espacio a partir de ahora para festejar.

Mi pobre país anda carente de fiesta y alegría.

Yo también.