Hay un crimen y muchos personajes que desconciertan al investigador porque se declaran “el asesino”. Esa es, en exagerada síntesis, la anécdota central de “En el bosque”, uno de los cuentos más celebrados de la literatura japonesa.

Lo escribió entre 1921 y 1922 el atormentado Ryunosuke Akutagawa, y fue un desafío a la literatura policial en la que reinaban en esos años ‘20 Agatha Christie, Dorothy L. Sayers y los autores de la llamada Edad Dorada de la ficción detectivesca, mayoría de ellos anglosajones.

Señala Eduardo M. en la revista digital Abrete libro que fueron ellas quienes “fijaron los lugares comunes de un género literario que exaltaba la capacidad racional del ser humano”.

Akutagawa, autor también del Rashomón, llevado al cine por Akira Kurosawa en una obra maestra que, en realidad, narra el cuento de “En el bosque”, les salió al cruce con una sensibilidad distinta. El prefiere el problema a la solución. Aquí ya no hay una racionalidad que permita resolver el crimen, sino que cada testigo aporta una visión, cada testimonio cuestiona el anterior. El lector debe enfrentarse a un coro de voces que dicen cosas distintas sin que la mirada escéptica, intuitiva y experta del investigador lo guíe.

Lo que hace Akutagawa es “invitar al lector a una reflexión sobre la carga de subjetividad que acompaña a toda vivencia. La realidad es escurridiza, poliédrica. Tiene tantas caras como actores”.

Como el policía desconcertado de la ficción, nos encontramos frente al “bosque” del escenario político de la Argentina de 2016 en el que nos abruma lo contradictorias que son las distintas versiones de la realidad.

Por ejemplo, puede decirse que hay una Argentina dividida en dos entre la Plaza, de un lado, y la televisión y los medios, del otro. Según la tele y los medios, CFDK es una sospechosa, o directamente culpable, de todo tipo de delitos, desde usar carteras Luis Vuitton hasta corromperse y matar a un fiscal de la nación.     

Según la Plaza, y los escenarios públicos, donde ella siempre desata fervores, es una líder extraordinaria y ha sido una gran presidenta de la democracia.

La Plaza consagra a una Cristina grande, y yo adhiero a esa versión. La tele presenta a una Cristina chiquita, culpable de todo. Una habla de políticas públicas; la otra, de crímenes.

Consecuentemente, hay una porción grande de argentinos convencida de que “se robaron todo”, que “vaciaron el país” y de que el kirchnerismo nos precipitó en una crisis terminal de la que zafamos en el último minuto gracias al voto que llevó al poder a Macri y la alianza Cambiemos.

Y hay otra porción similar –al parecer creciente hoy–, de compatriotas igualmente convencidos de lo contrario: que hemos vivido una “década ganada”, o, más bien, 12 años de avances y conquistas inéditas en todos los terrenos y de ampliación de derechos, y que, en el 2016 de malas noticias cotidianas que no terminan con el año, estamos asistiendo a la furiosa revancha de las clases dominantes que ejecutan una sistemática demolición del Estado de Bienestar edificado desde 2003.

Si no nos hubiéramos acostumbrado a esta brutal polarización, quedaríamos perplejos pensando cómo puede una sociedad ser tan esquizofrénica, como pudo estallar semejante crisis de sentido, cómo se pueden instalar al mismo tiempo dos relatos tan antagónicos sobre nuestro presente y ser creídos por las respectivas mitades del país.

Es cierto que Cristina Fernández de Kirchner no es el único personaje sobre el cual se proyectan rostros opuestos. Mauricio Macri es, para un sector de los ciudadanos, la expresión del empresario evasor, el hijo vago del millonario, un personaje sin lecturas, torpe en sus exposiciones públicas, superficial y una creación mediática del ecuatoriano Durán Barba. El burro. Mientras que para otros ciudadanos el hijo de Franco es un hombre astuto, innovador en la manipulación de las redes sociales, un líder con mano firme y el auténtico creador del primer populismo de derecha en la Argentina.

Los dos Mauricios tampoco parecen caber en una misma persona. Aunque no remiten a países diferentes como las dos Cristinas…

Uno puede decir: “No es difícil descifrar cuál es la verdadera Cristina y el relato más ajustado a la realidad: Ahí están los indicadores económicos y sociales mostrando a quien quiera verlo los resultados de la década pasada y también la crisis que el gobierno de Mauricio Macri fabricó de la nada”.                

Sin embargo, los indicadores formales no tienen impacto contundente en lo que piensan las mayorías. Así lo muestran el ballotage de 2015 y las encuestas que atribuyen a tantos seguir confiando en que las cosas van a mejorar. Satisfechos, seguramente, porque al fin y al cabo “echaron a los K”, desconociendo deliberadamente las políticas de la década y sus resultados.

En cambio, hay dos tipos de “usinas” realmente gravitantes que abastecen las distintas percepciones de lo público y las conductas colectivas: los medios de comunicación y las experiencias de militancia y movilización.

La usina mediática interpela al ciudadano en la soledad de su living, tal como lo reclama la concepción liberal. La usina de La Plaza lo hace, en cambio, como sujeto colectivo, que es el corazón de la política.

Por supuesto que el consumidor de los medios también se interrelaciona mediante el trabajo, la Iglesia, el club y la escuela. Y el ciudadano de La Plaza es igualmente consumidor de medios, compañero de trabajo, profesor, alumno y creyente.

La experiencia populista no se lleva bien con las instituciones, que suelen ser cooptadas por la derecha.  Por eso el kirchnerismo gobernó con una enorme oposición que aglutinó a todo el establishment.

Hoy tenemos la impresión de que el poder corporativo es el pérfido sastre que oculta la desnudez del rey amarillo y viste a la gobernante anterior con los trajes de la bruja mala. Mientras que el hechizo de los ciudadanos de living continúa.

Y las redes sociales democratizaron un poco la comunicación, pero su agenda sigue hegemonizada por los medios dominantes.

¿Cómo es la interacción, si la hay, de estos tres grandes escenarios, la tele, las redes y la Plaza?. Mientras la tele y los medios masivos prácticamente ignoran o ningunean a La Plaza y satanizan a los piquetes porque molestan al automovilista, la Plaza y una parte de los ciudadanos que actúan en las redes se retroalimentan. Las movilizaciones son convocadas por las redes y, a su vez, las potencian.

Dicen que las redes fueron clave en la primera elección de Obama en los Estados Unidos y en la forma en que Trump venció en 2016 la campaña de los medios dominantes. ¿En Argentina pueden superar a los medios?

Es difícil, pero no lo sabemos. Lo que sí sabemos, porque lo constatamos, es que la Plaza no ha sido sepultada por los medios, y que muy especialmente tras la muerte de Néstor Kirchner se revitalizó con mucha militancia joven.

Y, así como la invención de la fotografía no sepultó a la pintura –como muchos pronosticaron en su momento–, el peso enorme de la tele no aplastó a las Plazas. Y mientras la tele sigue dirigiéndose, como dije, a un ciudadano pasivo aislado en su living y creándole su realidad, la Plaza sigue interpelando a un nosotros.

¿Es más real la realidad de la Plaza que la de la tele? La tele es la narración de los hechos, aunque se presente como la realidad misma, mientras que la Plaza, es decir las multitudes autoconvocadas, es el acontecimiento mismo. Y, mientras que una defiende al proyecto nacional, la tele lo criminaliza y desvía la discusión política a un problema policial.

Hasta fin de 2015 la Plaza fue oficialismo, y desde 2016 es oposición, con los mismos convocados.

Lo curioso es que todos estamos pendientes de los que no van a la Plaza. En 2017 tendremos su palabra. Vale recordar que el Rashomón del cine, la película de Kurosawa, se cierra con el hallazgo de un bebé abandonado, dejando la puerta abierta a la redención del hombre.