No hay rancho alguno, apenas un camino de postas para cambiar los caballos de aquellos que deben cruzar los arroyos de escasa profundidad, y continuar por el camino real desde Buenos Aires a Santa Fe, la ruta vieja de la colonia, con un río que va? entre barrancas, espinillos y ombúes. Hay enormes cardos, trozos de algarrobo, pastos altos, vizcachas saliendo en grupos, al caer el sol, de las mil cuevas que perforan el campo. A estas tierras los conquistadores las declararon desiertas, tierras de nadie y les dieron un nombre: Pago de los Arroyos.

El primer conquistador que pasó por el Rosario, surcando el Paraná río arriba, con una nave de poco fondo, fue Sebastián Gaboto, responsable de una singular historia de la desobediencia. El piloto mayor salió de España con destino a las islas Molucas en el Pacífico para comerciar especias pero terminó en las costas del Brasil desobedeciendo la orden de Carlos V, atraído por las voces de náufragos y desertores que le indicaron el camino a seguir: el río de Solís, al que llamaban de la Plata por la riqueza escondida e incalculable. Al llegar a la confluencia de los ríos Coronda y Carcarañá, a cuarenta kilómetros del Rosario, Gaboto fundó en 1527 el fuerte Sancti Spiritus, construyó su casa de paja y adobe y levantó el primer asentamiento europeo en el río de la Plata, base de operaciones efectiva de los conquistadores con el claro afán de desplazarse hacia el interior desconocido para buscar oro y plata. Aquí, pensó Gaboto, habrá de enarbolarse por primera vez el estandarte de la redención en nombre del Rey de España, el designio de poblar y también de delirar con la búsqueda de otra Ciudad de los Césares y las piedras preciosas. El fuerte permaneció en pie durante ochocientos veintinueve días, tras lo cual fue destruido e incendiado por los querandíes.

En noviembre de 1573, un poco más al norte, Juan de Garay fundó la ciudad de Santa Fe.

‑‑Tengo, fundo y asiento y nombro esta ciudad por parecerme que en ella hay las partes y cosas que conviene para la perpetuación de la dicha ciudad, de aguas y leña y pastos, pesquería y cazas y tierras y estancias para los vecinos y moradores de ella, y repartirles, como su majestad lo manda, asiéntola y puéblola‑‑exclamó al pisar una tierra que pronto tuvo que abandonar por el castigo de la plaga de langostas, las inundaciones y los ataques indios, y quedó en la historia como Santa Fe, la vieja.

Hay un lugar que recuerda el paso de Garay por el Pago. Los súbditos del conquistador le habían advertido de la presencia indígena.

‑‑A estos indios los tengo yo muy sujetos y me temen, pueden estar tan seguros aquí como en Madrid ‑desafió Garay.

Partió en un bergantín, se internó en el río y eligió ranchear en una despoblada zona, abundante en agua, sobre las barrancas del Paraná. Cuando todos dormían, descuidados, desnudos, a pocos metros de allí, alguien observaba la escena: Manúa, el cacique querandí. La orden de atacar fue sigilosa y sus ciento treinta guerreros, altos, morenos y veloces, provistos de armas, bolas, flechas, dardos y garrotes bajaron por lo alto sin gran estruendo. El conquistador altanero y necio, su amante Ana Valverde y sus cuarenta soldados fueron emboscados y ajusticiados. Y el paraje sin nombre, muy cerca del arroyo Seco, pasó a llamarse, desde esa noche de 1583, La Matanza.