“Me arrepiento de haber tenido hijos y ser madre, pero amo a los hijos que tengo. Así que sí, no es algo que pueda explicar. Porque si lo lamentara, entonces no querría que estuvieran aquí, pero yo no querría eso, lo único que no quiero es ser madre”, explica Charlotte, madre de dos, en el reciente libro de la socióloga israelí Orna Donath, Madres Arrepentidas (Una mirada radical a la maternidad y sus falacias sociales). Charlotte es una de las 23 mujeres entrevistadas a lo largo de varios años, que admiten con pudor, dolor y cierto alivio que si pudieran elegir de nuevo no serían madres. Difícil ejercicio de auto reflexión, casi un sincericidio, en particular en un contexto que más allá de la aparente apertura todavía sigue considerando a la maternidad como un componente central en la construcción del imaginario femenino, y de la realización de toda mujer. Era de esperarse que desatara un virulento ataque tanto a la autora como un violento debate en las redes (el libro no llego a las librerías argentinas, pero se pueden leer fragmentos en la web).

Lo valioso del análisis de Donath es no sólo permitirse cuestionar un indudable tabú social, en particular si tenemos en cuenta su escenario (Israel tiene una de las tasas de fertilidad más grandes del mundo desarrollado, y tener al menos tres hijos es la expectativa), sino también explorar el sentimiento de arrepentimiento como algo culturalmente vedado pero potencialmente útil: cómo puede servir para alumbrar procesos por los cuales se arriba a la maternidad, el sentido del análisis retrospectivo (para futuras y actuales madres) y su aporte en términos de entendimiento con los propios hijxs. “En el discurso mainstream y en los medios, esta instancia de arrepentirse respecto de la transición de tener/no tener hijos a tenerlos, y el deseo de ‘deshacer’ la maternidad, tiende a ser visto con descreimiento. Esta indiferencia también se encuentra en la literatura feminista y sociológica, y continúa siendo una experiencia poco explorada. Muchas mujeres antes que yo han intentado decirlo, no estoy contando nada nuevo, pero sí lo abordo desde un ángulo nuevo y diferente, desde una emoción que la sociedad ha tratado de silenciar”, explica Donath.

Sin dudas el arrepentimiento no es una emoción sencilla de procesar, y sin embargo, una esperaría que estuviésemos más acostumbradxs. La gente habla de arrepentimiento sin mayores filtros cuando se trata de un trabajo, una mudanza, una pareja, pero extrañamente la maternidad parece quedar fuera de los límites posibles de esta idea. Pese a lo edulcorado del discurso hegemónico muchas mujeres, incluso aquellas que han decidido ser madres, pueden reconocer las dificultades o desventajas de serlo, pero lo que distingue a las mujeres del libro es la valoración de que la experiencia en sí poco ha valido la pena. ¿Por qué nos suena tan terrible o desalmada esta admisión? Probablemente porque cuesta separar la idea de la maternidad como experiencia, y el devenir concreto de ésta de los hijos e hijas. En este sentido, la innovación del discurso aquí es permitirse el ejercicio intelectual de hacer una distinción categórica entre querer deshacer una elección –o revisarla al menos– y la existencia de lxs hijxs.

Esta “laguna conceptual y empírica” tal como la autora la define, hace que la culpa o la vergüenza ante la posibilidad de ser considerada una mala persona, obturen el análisis. ¿Quien podría desear que sus hijxs desaparezcan? Por el contrario, el arrepentimiento sí resulta una arma eficaz para advertir a las mujeres sobre todo lo que podrían perderse. “Más tarde te vas a arrepentir”, es el clásico psicopateo hacia las chicas considerando saltearse este hito vital. Así, el arrepentimiento viene seteado con un conjunto de normas culturales claras: un aleccionamiento que marque el camino ante eventuales desvíos, nunca como herramienta introspectiva o de empoderamiento. “La maternidad es marcada en muchas sociedades, Israel entre ellas, como un nexo mítico que yace por fuera y más allá del espectro humano del arrepentimiento”, sentencia Donath.

¿De algunas cosas mejor no hablar?

Al tabú del arrepentirse se le suma la culpa por asumir que este sentimiento puede influir en la felicidad de lxs hijxs. Algo que también conspira contra la idea de un debate abierto y profundo. Desde luego que nadie dice que sea un tema para ser tomado a la ligera o encarado en la sobremesa del domingo, pero vale preguntarse hasta qué punto este pacto tácito de silencio en la sociedad no fomenta una transmisión entre generaciones en el que prima la deshonestidad y el cinismo. Sirva el relato de la propia autora en el que después de una de sus charlas en una Universidad, una alumna se le acercó y le dijo que consideraba que su madre quizás se arrepentía de serlo, y que esto la hacía sentirse aliviada porque era la primera vez que la veía como una mujer y no sólo como su madre. Acaso estemos pasando por alto la posibilidad de que el diálogo provea no sólo un mapa de ruta para aquellas/os que no han tomado la decisión, pero también algo que habilite una mejor comunicación intergeneracional y una mayor empatía. 

En el transcurso de los últimos años aparecieron ciertos discursos y posturas que promovieron el debate sobre cuestiones centrales de esta cultura, entre ellas, el modelo familiar. Sin embargo, hay pocos testimonios de hombres y mujeres que hablen sin tapujos de la forma en que se llega a esta decisión, y de la presión social que se ejerce, directa o indirectamente. ¿El tema del arrepentimiento es algo que también experimentan los hombres? Para la socióloga es un tema que compete a todxs, las madres que se arrepienten y las que no, las mujeres que no quieren tener hijxs y las que lo están pensando, los hombres que viven con mujeres que no quieren ser madres y los que lamentan haber sido padres. De hecho inicialmente Donath se entrevistó con hombres, aunque finalmente decidió centrarse en las mujeres, sobre quienes considera la presión es mayor.

Otras autoras ya se han adentrado en el cuestionamiento del mandato tradicional, pese a los prejuicios y restricciones en sus países de origen. La psicoanalista y economista francesa Corinne Maier lo hizo en su momento con el publicitado No Kid: 40 Reasons Not to Have Children (2007), un alegato a reconsiderar este modelo de vida. Maier, madre de dos, admitió que le resultaba divertida la idea de cuestionar el mito de que tener hijxs era maravilloso, en particular en una sociedad como la francesa (que tenía la tasa de fertilidad más alta de Europa) en la que la femineidad estaba fuertemente asociada a la procreación, y donde cualquier disidente era una neurótica, una workaholic o una hedonista irresponsable.

Orna Donath

Evolución de un discurso

Si hablamos de frustración y arrepentimiento, las redes siempre fueron un lugar ideal para volcar todas estas sensaciones e, inclusive, estetizarlas y hacerlas rentables. En el 2006 el estilo descarnado y cínico para hablar de la maternidad que ya venía prendiendo en diversos sectores de la cultura, tenía su pico de popularidad con una nota de tapa de la New York Magazine en la que se referenciaba a Urban baby, un blog donde madres se confesaban de forma sincera, y sobre todo, anónima. Era también la época de las “martini moms”, y el relato de madres ebrias o adictas a las pastillas también era un lugar común en los diarios y revistas. Aunque se habilitaba toda una gama de confesiones impensadas, se consideraban estas conductas una especie de efecto colateral de la experiencia maternal, casos aislados y poco representativos.

Hace casi diez años se encontraban algunos relatos de mujeres descontroladas que admitían sin pruritos cómo la maternidad les había cambiado la vida para peor, pero ahora se puede elegir de toda una gama de incorrecciones; así las autoproclamadas “Bad Moms” (que incidentalmente es el título del hit del verano yanqui sobre madres que sólo quieren divertirse), se volvieron una prerrogativa. De repente ser una mala madre no sólo no estaba mal visto sino que era gracioso y compartible en las redes sociales, una nueva muletilla en la web. Eso sí, esta vez, con nombre y apellido.

Sólo dos ejemplos recientes son Reasons My Kid Is Crying y Asshole Parents. El primero es un tumbrl reconvertido en libro que recopila fotos y videos de niños en pleno berrinche. Debajo de cada posteo un detalle que explica por qué están llorando y quién lo envió (usualmente sus padres). La lógica es mostrar, ¿reírse? y socializar todos los motivos absurdos por los cuales los chicos pueden llorar. Por su parte, Asshole Parents, en un contexto más liberal como éste pero también de mayor exposición tiene el auto-exculpatorio eslogan “a pesar de todos nuestros intentos, muchas veces terminamos decepcionando a nuestros hijos”. El sitio resonó culturalmente y se volvió un hit en Instagram y en Tumblr, donde se comparten fotos de niñxs junto con una explicación del motivo del descontento, para cerrar afirmándose como un “asshole parent” (un padre/madre idiota, incapaz).

Podremos reírnos de los malos padres y madres, pero la sonrisa siempre es a la mitad, y la culpa siempre está presente. En simultáneo con el imperativo de ser madres, comenzó a gestarse otro, el de poderlo todo: ser una profesional y ser madre ejemplar; algo que con la (muy necesaria) lucha por una división más equitativa de labores, las licencias extendidas y una mayor flexibilidad laboral y balance vida-trabajo, rápidamente se convirtió casi en axioma para toda chica educada, profesional y de clase media. Las famosas “mommy wars” en los medios, en las que se objetaba a aquellas que decidían dejar el hogar para trabajar –haciendo uso de los derechos y posibilidades que sus propias madres no habían tenido–, y en las que se planteaba que quedarse en casa criando hijxs seguía siendo lo mejor, parecieron diluirse. Hoy todo se puede, pero la pregunta de fondo que pareciera haberse extinguido es: ¿hay que querer todo?

De consensos y presiones

Según Donath tanto en las sociedades occidentales como en Israel, el amor hacia lxs hijxs -y en particular hacia lxs propixs- es algo connotado como un “test moral femenino”. Esta asociación institucionalizada entre amor, maternidad, femineidad y realización, no sólo nos define en términos identitarios, sino socialmente ante los demás, y por eso expresar –o no– el amor por lxs hijxs determina cuán femeninas y morales somos.

De esta presión han hablado con mayor visibilidad no sólo sociólogos e intelectuales, sino también varias figuras del mundo del entretenimiento, personas que en más de una ocasión han manifestado su cansancio por el hostigamiento público. Helen Mirren ha dicho en más de una ocasión que no se arrepiente de no haber tenido hijos ya que nunca ha tenido instinto maternal, pero que la educación que recibió y las expectativas sociales hicieron que en una época de su vida tratase de convencerse a sí misma.

Mientras en la mayoría de los países desarrollados la tendencia es la reducción de las tasas de natalidad, y el movimiento de los llamados Childfree (sin hijos) crece, los distintos gobiernos toman medidas desesperadas para tratar de coercionar a las chicas. En estados como Japón, donde se subsidia todo lo relativo a la reproducción desde guarderías a servicios de citas, existen términos específicos para reflejar el acoso como “matahara” (maternity harassment). Este accionar podría derivar en una prohibición del aborto o limitar los derechos reproductivos de la mujeres, advierten las feministas. En los EE.UU. donde el movimiento No Kids está creciendo tanto que muchos desarrolladores urbanos apuestan a la demografía post-familiar para planificar las ciudades del futuro, según una encuesta del 2010 del Pew 

Research 1 de cada 5 mujeres decide no tener hijxs (con una de las tasas de natalidad más bajas de la historia desde la Gran Depresión). En Europa las cosas no lucen mejor, con Alemania como uno de los lugares donde nacen menos niñxs, al menos el 30 por ciento de las alemanas se proclaman sin hijxs ni deseos de tenerlos ante la desesperación estatal. Sobre esto, Jonathan V. Last, autor de What To Expect When No One Expecting explica que hay dos maneras de enfrentar el problema demográfico: facilitarle las cosas a aquellxs que ya decidieron tener hijxs, o bien tratar de cambiar la cultura para que tener niñxs sea percibido como algo más deseable. “El gran secreto hoy es que tener hijos es un trato injusto y para nada divertido”.

En Argentina hay pocos datos al respecto de los sin hijxs aparte de la tendencia general en cuanto al alejamiento de hitos tradicionales (matrimonio, familias tradicionales, edad para tener hijos). Datos de hace tres años decían que en Capital Federal cuatro de cada diez mujeres no eran madres. Pese a todas las editoriales pro-elección que puedan salir en revistas femeninas de turno, la opción sin hijxs sigue plasmándose en el discurso general bajo una luz negativa, ya sea o presentándolo de modo frívolo, alimentando las construcciones de que hay algo intrínsecamente egoísta en esta elección o que es una fase temporal. En simultáneo, sorprende cada vez más la transversalidad del fenómeno childless en tanto incluye a intelectuales, feministas, ecologistas, planificadores urbanos, hipsters, gays, y hasta a las corporaciones, y en donde cada subgrupo encuentra un sentido con el cual alinearse.

¿Otras formas de maternar?

Más allá de que “la carga de la justificación tiende a descansar del lado de la mujer que no tiene hijxs, raramente nos preguntamos “¿Y vos por qué tenés hijos?”, como resaltaba la periodista Lauren Sandler, vale la pena preguntarse también si hay una sola forma de ser madre. Madres solteras, mujeres que deciden serlo de grandes, madres jóvenes que no quieren tener pareja y se inseminan, parejas lgbt, todas éstas y otras variantes son posibles hoy, complejizando la discusión. Por un lado, aquellas que luchan por el derecho a esterilizarse, como fue el caso de la treintañera Holly Brockwell en el Reino Unido, quien tras cuatro años de batalla legal finalmente ganó el derecho a intervenirse pese a las advertencias de los doctores y la condena pública. Por otro, mujeres que gracias a los nuevos procedimientos médicos (o tratamientos experimentales como el de revertir la menopausia que se está estudiando en la actualidad en Grecia), anteponen sus tiempos ante la tirana del reloj biológico.

Asimismo, las consultas de mujeres que deciden ser madres solas, llamadas también MSPE (Madres Solteras Por Elección), han tenido un marcado crecimiento en nuestro país. Si bien todavía existen ciertos vacíos legales, es notorio el grado de prejuicio en torno a estas nuevas formas de familia, y en donde la ausencia de la figura paterna se considera algo dañino para la crianza. Un resonado caso local fue el de Juana Repetto; de igual manera, la aplicación a la Tinder del Banco de Esperma de Londres que le permite a las mujeres surfear entre candidatos para elegir al adecuado, causó gran controversia. Pareciera que todo lo que le da a la mujer la posibilidad de decidir sobre su propio cuerpo y estilo de vida generara escándalo. “Existe una narrativa de compadecer a la madre soltera en la sociedad que sutilmente está conectada con la noción retro de que una familia con dos padres es siempre lo mejor”, se plantea con tino desde una editorial reciente de salon.com sobre la crianza en soledad. Desde padres biológicos que desaparecen, son ineptos o simplemente no participan, al hecho de que este rol pueda ser retomado por amigos, u otros parientes sin afectar el bienestar de los niños, son numerosos los argumentos en favor de este tipo de maternidad. Otras han optado directamente por ahorrarse la tensa negociación con sus parejas por la injusta distribución de las labores domésticas arreglándoselas por su cuenta. Razón no les falta.

En un momento de plena de ebullición sociopolítica en el que surgen nuevos modelos socioafectivos (y sexoafectivos), la maternidad como último bastión del tradicionalismo y tópico casi incuestionable en esta cultura prevalece por partida doble: ya sea por no poder preguntarnos si la queremos, o por no poder preguntarnos cómo la queremos.

La investigadora Emily Witt en su libro Future Sex propone que al pensar en el futuro tendemos a pasar por el alto que la innovación va a venir por el lado de los arreglos y lenguajes: nuevas recreaciones de familia, formas de tener hijos, maneras de realizar nuestras fantasías sexuales y de relacionemos. En su última novela Estrógenos, la escritora Leticia Martin imagina un mundo en el que los hombres pueden ser inseminados por sus novias, trasladando    –tal vez en un gesto reparador hacia la presión que sentimos las mujeres– la experiencia vital de la maternidad al sexo masculino. “Mi búsqueda artística tiene que ver con problematizar temas que afectan a nuestra relación con el Estado, las instituciones y las normas, entendidas todas éstas como instancias de disciplinamiento hoscas e insalvables. No podemos vivir en sociedad por fuera de las normas, pero tampoco estamos atados de pies y manos para cumplirlas. Las personas, todas, varones o mujeres, sexualidades existentes y que vayan a existir, pueden configurarse por fuera de los mandatos”, sugiere con optimismo Martin.

No sabemos si en un futuro será normal elegir no ser madre, lo que sí sabemos es que para que cada vez sea menos futurista la premisa de que las mujeres puedan pensarse y construirse por fuera del mandato, se hace necesario hacerse preguntas. “Mi estudio no es en contra de la maternidad, ni en contra de las madres y por supuesto, tampoco de los hijos. Incluso si piensas ser madre en algún momento, debes cuestionarte y pensar si es una decisión propia, si es una imposición social o de dónde vienen exactamente esas ganas”.