La calma mágica es resultado de un encuentro: el de algunos actores del grupo de Timbre 4 y el director Ciro Zorzoli. Claudio Tolcachir decidió esta vez dejar el lugar de director, su función habitual dentro de la compañía, para cederla a un “forastero” –la definición es de Zorzoli– que pudiera aportar novedad y frescura, además de invitar a los actores a jugar con nuevas herramientas. Zorzoli aceptó el desafío. Eligieron un texto del español Alfredo Sanzol, una comedia que conecta lo real con lo onírico y en la que se mezclan hongos alucinógenos, la rutina de una oficina, un viaje a Kenia, el amor y las redes sociales. En el fondo trata un asunto temido: la muerte de un padre. O la inevitable vulnerabilidad humana. La obra recientemente estrenada va los viernes a las 23 y los sábados a las 20.30 en Timbre 4 (México 3554).

El texto es desopilante. En una oficina, Osvaldo –el personaje de Tolcachir– aguarda su turno para una entrevista laboral. Se dedica al teatro pero ansía cambiar de vida tras la muerte de su padre. Durante la entrevista le ofrecen hongos alucinógenos y acepta. A partir de ese momento, la historia va a ser una sucesión de escenas extrañas. Gran parte de la obra gira alrededor de un conflicto con un video, que un compañero de Osvaldo filma sin su permiso y pone a circular. Este tema es bien actual: el vínculo entre lo público y lo privado, la virtualidad de la propia imagen (ver recuadro). Para el director de la inolvidable Estado de ira, incluso este episodio de menor importancia remarca la vulnerabilidad de la existencia, su carácter mutable, una de las claves de La calma mágica. 

Sanzol es un autor que Tolcachir conoció en sus reiterados viajes a España y al que se le suele destacar su sentido del humor y la búsqueda de un estilo formal propio, en el que caben problemas de su biografía. En 2014, él mismo montó en Madrid La calma mágica. “Mis espectáculos me ayudan a curarme de mis dolores, tienen algo sanador, y me gusta que también lo tengan para el público. Pienso mucho en el público cuando trabajo, para hablarle como a un igual, como a un amigo, así que sobre todo intento divertirle”, ha dicho el dramaturgo. También, aseguró que le gusta hablar de “temas hondos y profundos con la comedia de por medio”; que el humor sea “el rompehielos que te permite llegar a los sitios más delicados”. “Los personajes de La calma mágica no paran, luchan, se frustran y vuelven a intentarlo. La obsesión de Osvaldo por borrar su video roncando delante del ordenador convierte la acción en una locura, pero es una locura que ya veréis que no está tan loca”, concluyó. En la versión porteña actúan, aparte de Tolcachir, Tamara Kiper, Inda Lavalle y Gerardo Otero.

“Cada vez que proponemos una obra o invitamos a alguien no sale del lugar ‘con esto la pegamos’. Nos preguntamos qué sería nuevo, qué estaría bueno hacer que no hayamos hecho. O, más simple, qué nos dan ganas de hacer. Inclusive pienso que lo bueno de un espacio independiente es que también te espera cuando no tenés nada para dar. Cuando necesitás tiempo para cambiar de piel y darte cuenta de lo que querés hacer. El grupo quería un cambio de forma y se amplió”, aporta el fundador de la Compañía Timbre 4 acerca del espíritu de este proyecto.

–¿Qué los motivó a juntarse?

Claudio Tolcachir: –Desde mi lugar, tenía que ver con algo en relación a ser un grupo de trabajo de muchos años. Y la idea de seguir siéndolo. A veces es necesario darse cuenta de cómo estas y de qué necesitas, qué te da ilusión. No por una cosa racional de “¿qué me viene bien?”, sino imaginar qué te daría mucha alegría, a vos y en este caso con pensamiento grupal. Porque las cosas en Timbre hay que pensarlas grupalmente. Se me ocurrió que podía ser muy nutritiva como experiencia personal y grupal la posibilidad de, en vez de ser yo el director, trabajar con alguien que nos llevara a otros lados, nos pidiera otras cosas. Internarnos en el universo de alguien a quien admiráramos mucho. Cuando me preguntan qué obras me marcaron, hay dos o tres que son de Ciro: Living, último paisaje, Ars higiénica y Estado de ira. Tres en el tiempo que siempre me encantaron. Me da fascinación pensar cómo se llega a eso, cómo llega alguien a imaginar que eso tiene sentido. Ves una obra y se sostiene y no sabes de qué. Eso que no entendés y que te admira produce fascinación. Por supuesto, uno hace obras y quiere que salgan bien y actuar bien, pero esto es otra cosa… es el privilegio de aprender de gente que nos gusta. Espiar cómo piensa y dejarnos llevar por otra voz. Después, hay una obra, que está buenísima y es hermoso hacerla. Pero es otra dimensión de placer. No importaba. En los ensayos era venir a equivocarse, explorar terrenos nuevos, que es lo más difícil de encontrar.

Ciro Zorzoli: –La invitación a alguien que de pronto viene haciendo otras cosas, que no te conoce, que básicamente es un forastero, habla de un espíritu curioso que sigue vivo dentro de un grupo con un trayecto realizado. Me motivaba en lo individual. Encontrarme con gente que no me conocía me obligaba a explorar cómo iba a entrar en diálogo en el trabajo. Era una oportunidad que estaba buena, sabiendo que, además, va siendo cada vez más difícil dejar de pensar la pieza como producto. Se ha ido marcando cada vez más, inclusive en el lenguaje, pensar las piezas como producto. O en definitiva lo que justifica la reunión de las personas es lo que producen. Es difícil, uno lo va internalizando, es como si fuese una demanda. Entonces, 

¿cuál es el lugar que queda al encuentro, la exploración, los procesos? Me parece interesante que el interés pase por moverse de ciertos lugares, asumir ciertos riesgos, explorar lugares posibles, territorios inciertos y excitantes. Es encontrar un equilibrio entre la importancia de la pieza como espectáculo a compartir con la gente y el sentido de que es algo a partir de lo cual pudimos reunirnos. El primer motor fue el interés de encontrarnos a trabajar. Así empezó la búsqueda de materiales posibles que pudieran contener ese deseo. En el medio había muchas ocupaciones que teníamos todos. Hubo que esperar un año, un año y medio hasta que se dieran las condiciones.

–Ambos hablaron de riesgos y búsquedas. ¿Cuáles aparecieron en este proceso?

C. Z: –No sé cuáles son ahora conceptualizables… la pieza sobre la que estamos girando tiene una estructura muy ligada al modo de escritura de Sanzol. En España la montó el mismo autor. La habrá abordado de acuerdo al proceso que tuvo con la escritura. Tiene una estructura muy abierta sin un hilado más convencional, entonces invitaba a una relación con cierta cuestión lúdica. No sé si lúdica... Un pensamiento que no fuese lógico sino de libre asociación. Quizás una zona de riesgo, a la vez potencialmente muy teatral, tiene que ver con cómo podemos habilitar un tipo de actuación que haga pie en una zona más de la asociación libre. Implica, también, el intento de no necesitar un porqué para todo. Sí un para qué, pero no una razón previa. Y confiar que en la propia asociación, en el propio impulso, algo se va a ir organizando, si dejamos que se asocie a un nivel más sensorial, en el vínculo con ese material y con los otros. Por otras zonas sería más difícil de capturar. Eso para mí es un riesgo, porque es confiar en que la claridad vendrá no por el análisis previo. Es más de explorador, de ir conociendo el territorio metiéndote y confiando en los impulsos fundamentalmente. A priori no cortamos ningún impulso que nos fuera surgiendo. Le dimos lugar a que algo se vaya tejiendo y confiamos en que algo se iba a ir tejiendo en el propio hacer y las vinculaciones ahí. En términos de trama hay de dónde agarrarse, pero no todo el tiempo. Es un riesgo que es necesario que se asuma colectivamente.

C. T: –Fue un proceso muy generoso de parte de Ciro. No arrancó a montar la obra, sino abriendo el juego en relación a encontrarse desde los cuerpos, los ángulos del espacio, los ritmos, los objetos, las coreografías, el sonido, el peso del cuerpo. Cuando estás acostumbrado a laburar de una manera, de pronto es un oasis descubrir otra. Claramente estaba quitando, explícitamente además, la idea de “actúen como saben actuar”. Invitó a abrir otros instrumentos. El ingreso a la obra no estuvo planteado desde el lugar tradicional, que encierra las escenas, sino desde el encuentro de los cuerpos, la tensión que genera el espacio y, por supuesto, construyendo las situaciones, que tienen que suceder. Pero no aferradas al realismo, si no contando de otras maneras. 

–¿Implicó un choque con la poética de Timbre?

C. T.:– No me preocupa el realismo. Jamás le diría a nadie “sé más natural”. Pero claramente mi poética es diferente a la de Ciro, aunque hay puntos en común. De golpe encontramos dónde buscar y no era en lo que hacíamos antes sino en lo que pactamos juntos. De pronto van apareciendo herramientas; supongo que cada vez más. Está buenísimo: implica un aprendizaje enorme navegar aguas extrañas y de confianza total. 

–¿Y el texto como apareció?

C. T.:–Estuve mucho en Madrid. Sanzol es un autor más o menos de mi edad. Fuimos estrenando obras al mismo tiempo, entonces muchas veces nos han reunido inclusive para notas. Vi algunos trabajos suyos. Me habían hablado muchísimo de esta obra. Se la pedí, me la pasó. La leí en principio para dirigirla y después cuando Ciro se sumó a la idea de este cambios de rol, se la pasé. Me había picado el bicho para actuar. Es una obra lo suficientemente amplia para meterse y descubrir cómo se hace. Está en una zona delirante pero todo el tiempo sostenida en una pérdida. En cómo se entiende el mundo cuando te quedaste sin padre, cómo cambia el paradigma de tu vida y te preguntás cómo sigue. Por más que en el argumento es un hombre persiguiendo a otro que publicó un video que se está viralizando. Es una obra sobre gente perdida, desorientada, niños adultos buscando cómo hacer con su vida. Eso me gusta. Siempre me gustan los personajes a los que la vida les queda grande y no se sienten preparados para vivirla. Casi siempre cuando se me aparece un personaje para escribir tiene que ver con eso. 

C. Z.:– El personaje de Claudio queda a merced de sucesos como la muerte, que no está en sus manos. De la misma manera, en el momento en que alguien toma una imagen suya y la distribuye, (la situación) tampoco está en sus manos. Es como si hubiera una especie de orfandad, de desprotección, que aparece de diferentes maneras. Cierta vulnerabilidad, estar en manos de otro. De la misma manera que alguien te puede curar, otro te puede hace daño, y no hay otra cosa que aceptar que la vulnerabilidad es lo que te constituye como ser humano. Los costos de estar todo el tiempo tratando de evitar los daños pueden ser muy altos. Hay cosas sobre las que no hay control. El desencadenante es la pérdida, la orfandad de sentir que arriba ya no hay nada, no hay protección, pero la pieza empieza a tener asociaciones diferentes.

–¿Cómo trabajaron los cambios de locaciones que plantea el texto?

C. Z.:– Las referencias locales de España no están porque no eran significativas para la trama. Cuando se menciona a Kenia, uno puede tener una imagen. Africa no es algo ajeno, es parte de la fantasía de uno… el tema de la locación empezó a ponerse en cuestión, porque no sé si es tanto que los personajes se mueven como si creen moverse. Creer moverse está ligado a lo onírico. Es como si te hubiesen quedado retazos de cosas que viste en la televisión y te las llevaste al sueño. De pronto soñás y estabas en Marruecos,  simplemente porque te quedó como resabio. Acá la cosa es hacer pie en una zona que tiene más que ver con lo onírico que con lo literal del traslado. Los cambios de locación no dejan de ser parte de esa zona mutable. 

–Será cuestión de que el público crea en esos traslados, ¿no? Es parte del contrato.

C. Z.:–Que haya un convencimiento es de las cosas más primitivas del teatro. Una zona de creencia colectiva, que no tiene que ver con lo que se dice únicamente sino con el juego actoral en el espacio. La pieza, más allá de su escritura, es esa otra escritura que tiene que ver con poner los cuerpos en un juego, una relación lúdica, confiando en la capacidad de los actores de poder transformar los espacios con la propia acción. Es hacer pie en algo muy primitivo. Eso tiene un riesgo, pero es el juego teatral.