Conocida es la historia de que, antaño, ciertos pueblos aborígenes solían escaparle a las fotografías, convencidos de que les robaban el alma. Pues, a juzgar por cierto estudio reciente, puede que estuvieran en lo cierto al huirle al mentado arte... Y no precisamente porque le sustrajese esa sustancia espiritual e inmortal, sino porque sustraería una facultad psíquica efectivamente demostrable: la memoria. La investigación, dirigida por los académicos Julia Soares y Benjamin Storm, publicada en la Revista de Investigación Aplicada en Memoria y Cognición, retoma el hilo conductor de trabajos pasados, donde especialistas ya habían corroborado el deterioro que genera en el recuerdo retratar una determinada situación, en tanto el cerebro siente menos responsabilidad por “salvar” el momento, a sabiendas de existe un back-up. Empero, se preguntó la dupla si saber que existe un registro permanente al cual acudir era lo que efectivamente minaba la habilidad de retener y recordar el pasado, o si podían apuntar el dedito acusador al mero acto de fotografiar. Y tras analizar cuán bien recordaban decenas de personas un cuadro –algunas habiéndolo retratado con Snapchat; otras, habiéndolo retratado y borrado inmediatamente la imagen, y un tercer grupo que solo se dedicó a observar–, arribaron a la conclusión de que: el mero acto de fotografiar hace mella en la memoria. “Si tomar fotos hace que las personas olviden porque piensan que la cámara es un dispositivo de memoria en el que pueden descargar recuerdos, entonces hacer a la cámara menos confiable hubiera reducido significativamente el grado de deterioro de la memoria”, explicaron los investigadores. ¿Su conclusión? El simple hecho de dejarse distraer por el adminículo en cuestión es suficiente para no enfocar la atención en el evento que se atraviesa y, por tanto, recordar menos, poco, mal. Ergo, mejor concentrarse en la experiencia vital que registrarla; a menos, por supuesto, que se intente olvidar.