Con clara intención de ultraje clava un alfiler sobre el espinazo de la mariposa que, afelpada y convulsa, mana ese polen propio de los relatos trágicos...

la dedicatoria, harta de sí, desea frecuentar otras caligrafías, trabar conversación con más de un párrafo a la vez, inmiscuirse en las casi cien páginas que la preceden, desanudar trazos, purificar su desesperación de significar siempre lo mismo en la percepción de cada lector inapropiado

sin sonrojarme, vestido solo con esta pluma de avestruz cubriéndome la cabeza, mi parte más provocadora, digo, frente a tanto control rabioso ejercido sobre la manifestación, que la poesía muy raramente se da entre personas de vuestras características

será rima siempre que el equilibrio se altere

pureza ilimitada a la devoción del ahora, hacer que el tedio transcurra en su vertiente más simple

niebla fraguando con espuma

la parte menos sólida de la letra

celos verdes que translucen todo vidrio

los espejos, voraces corre ve y diles, vociferan que el cristal por sí solo no es nada, como tampoco es nada el hálito del fuego o el rastro de humedad que queda sobre el papel

esplendor de algo que no se ha comenzado a gestar

lo que sobre o lo que falte

intención y conciencia, defoliantes ásperos de los versos, entidades no gratas

-─Tinta del traspié, conmensurable a tu pesar, en repetidas ocasiones fuiste el acceso más directo a cada uno de los cadalsos que la raza puso sobre las instancias mentales.

─-Soy el ímpetu de todo buen escritor mediocre. Siembro perros para cosechar odios. ¿Debería sentir vergüenza? Lo digo siempre, pero no es momento de hablar de mí. Fé del monosílabo en su acento para ser, ya lo recitó el poeta lejos de su pueblo, del que se fue apedreado y cubierto por las infamias que esplenden en las mentes débiles. Lo triste es comprobar, en el transcurrir, que el fruto fue una cualidad que ni remotamente le intuían a la planta...

dos reflexiones en torno al mismo avestruz, cuentecillos ejemplificadores bajo el barniz del diálogo amable:

-─¡No! ¡Por Dios! ¡No puede ser verdad! El hombre miraba el reloj de la estación y al mismo tiempo el último vestigio de su medio de transporte, devorado ya por la perspectiva de la tierra plana, le entraba por el rabillo del ojo. ¡Acabo de perder el avestruz!

─¡Cuánto lo lamento, Señor! ¿Y no sabe Usted si acaso el próximo avestruz demore mucho en pasar otra vez por aquí?

─Lo sé perfectamente, señora. Siete millones de años a partir de mañana. Para ese entonces el nieto más pequeño de mi tataratatara chozno ya será estatua.

-─¡Pobre hombre! ¡Tenga fe! Es muy probable que, en menos que calle un gallo, algún predicador le regale una biblia anglicana con la que pueda entretenerse un rato.

-─¿Usted podría corroborar que esas plumas provienen de un sagrado avestruz real?

─-A ver si ponemos las cosas en claro. Hoy lo único real es la familia que vive a tres casas de mi casa y son Real de apellido. Tal vez en algún almacén de barrio también cierta sidra lo sea, pero ahí acaba mi certidumbre.