Qué nos queda, a veces, sino el humor como una forma de resistencia, sobre todo cuando la verdadera resistencia se hace difícil por el poder del enemigo y la sinuosidad de los aliados. Entonces: humor. Humor entre los pliegues de la realidad, ante el enojo, la frustración, el miedo, humor en cualquiera de sus formatos: chistes, caricaturas, ironía, juegos de palabras.

¿Qué buscamos, aunque nos parezca que no buscamos nada? Catarsis, la risa que cura (o intenta curar) la ira que se manifiesta con un nudo en el estómago. Y nos esperanzamos con esmerilar, ridiculizar, mostrar las aristas más patéticas (de las tantas) de los que nos tienen agarrado del cogote. También es un intento de transformar esta tragedia en comedia, dándole la razón a Aristóteles, que dijo que la comedia nació como un opuesto a la tragedia con sus héroes, dioses, gloria y finales trágicos; la comedia era sobre la gente común (nosotros). Y, sobre todo, tenía finales felices.

Acá no hay finales felices a la vista. Aunque por ahí, con un poco de catarsis y la certeza de que la ironía afecta al enemigo, nos parece que estamos resistiendo, militando. Pero puede que me equivoque y el humor nuestro de cada día sea pura espuma. Rudolph Herzog, en un libro sobre el humor durante el Tercer Reich dice que los nazis toleraban a los humoristas porque “aquel que ventilaba su rabia con bromas mordaces no se echaba a la calle ni desafiaba a la autoridad de otra manera”.

Entonces, quizás el humor ayuda, pero no cambia nada, aunque haya servido para grandes debates, como cuando Voltaire parodió a Leibniz y a su imbatible optimismo (“todo sucede para bien en éste, el mejor de los mundos posibles”), y escribió Cándido, donde contó, entre otras aventuras, el terremoto de 1755 que casi acaba con la ciudad de Lisboa. Un gol de emboquillada de Voltaire a Leibniz, el hombre que creía que “indudablemente Dios siempre elige lo mejor”.

¿Hay límites para el humor? ¿Puedo reírme de la hija del presidente y de los problemas de movilidad de sus ministros? Este debate es viejo. Basta recordar la polémica con Benigni y La vida es bella. ¿Podía uno reírse con el contexto de la muerte de millones de personas? ¿Puede Seinfeld, que es judío, hacer chistes sobre el Holocausto, pero Benigni no? ¿Cuál es el límite? ¿Hay que dejar pasar un tiempo prudencial? ¿Cuánto?

Ya sabe la respuesta: ponerle límites al humor es ponerse del lado de los intolerantes, que es una de las cosas que combate el humor. Entonces, ¿no hay límites? Seguro que sí. Como en la música atonal, en el free jazz, en las películas de Godard, el límite lo pone el espectador al levantarse e irse, al cambiar de canal. Si yo le pongo límites al humor de otros, estoy avalando que la gente que desprecio me ponga límites a mí.

¿Tendremos humor los argentinos? O, mejor dicho: ¿la argentinidad incluye el humor? El libro de Martín Kohan El país de la guerra reconstruye ese origen y analiza por qué se lo relaciona con la guerra. Algo de cierto hay: Argentina nace matando o muriendo, o siendo violada: las invasiones inglesas, El matadero, la guerra de la independencia, las muertes de Moreno y de Dorrego. Quizá sea por esto, que César Aira, a manera de broma y respuesta, en su novela La liebre, pone a Rosas a hacer abdominales.

Kohan ubica al responsable de esa construcción: Mitre con sus biografías de Belgrano y San Martín. El que primero entiende la operación de Mitre es Alberdi, y responde así: “Toda la poesía es la guerra, toda la literatura argentina es la expresión de su historia militar (…) la poesía de la paz necesita de un Cervantes de la América del Sud, para purgarla por la risa…”.

Pero no teníamos un Cervantes para purgar la muerte por la risa. Argentina era entonces una verdadera tragedia aristotélica: héroes, épica, muerte, finales tristes. Nos independizamos, claro, pero a costa de mucha muerte, injusticias y regalarle el país a familias genocidas que iban a arremeter contra los indígenas, avalarían dictaduras, robos de pibes, y más muertes que llegan hasta hoy.

Quizá éramos demasiado jóvenes para reír. El país tenía unas pocas décadas. Como dijo Octavio Paz: “…El humor no toma forma hasta Cervantes (...) El humor es la gran invención del espíritu moderno”. Pero ya pasó tiempo. Crecimos. ¿Podemos reírnos ahora de nuestros muertos? ¿Cuánto tiempo debe pasar entre la tragedia y la broma que la revive? ¿Podemos hacer chistes sobre el ARA San Juan o debemos esperar un tiempo prudencial? ¿Cuánto?

¿Hacer chistes para qué? Acá las respuestas se multiplican: para llamar la atención, para alertar, para no olvidar, para poner en evidencia a los responsables. Ya no es sólo catarsis o cambiar tragedia por comedia.

Curiosamente, a los dirigentes chetos del mundo de hoy, sean de Argentina, EEUU o Francia, les encanta ser inmortalizados riendo, pero son capaces de meter presos a los que se ríen de ellos. Hay fotos de Stalin y Hitler riendo. ¿Significan qué tenían humor? Por ahí tenían humor, pero eran Stalin, Hitler.

Aunque apenas ha cambiado desde que apareció, el humor sigue siendo la misma herramienta, la misma arma, la misma gomera de tracción a sangre que enfrenta los sofisticados sistemas de los opresores. Pero, como en ciertos mitos, una piedra lanzada con una gomera puede dar en un ojo del enemigo y anularlo. O al menos hacerlo pasar un mal momento.

¿Qué sentimos hacia aquel que caricaturizamos? De todo, menos indiferencia. Gombrich cuenta que Van Gogh caricaturizó a un amigo: “No para expresar un sentido de superioridad, sino tal vez de amor, admiración o temor…”. Porque caricaturizamos solo aquello que amamos o despreciamos. O tememos. A veces es la única herramienta que tenemos para hacer visible algo.

Dice Gombrich sobre El grito de Munch: “…Los expresionistas sintieron tan intensamente el sufrimiento humano, la pobreza, la violencia y la pasión que se inclinaron a creer que la insistencia en la armonía y la belleza en arte sólo podía nacer de una denuncia a ser honrado”. Es decir: caricaturizamos las cosas más terribles porque embellecerlas sería no ser honestos. Mientras los poderosos edulcoran la realidad, nuestro humor la muestra tan patética como es.

El humor es muchas cosas, nunca la indiferencia. Dice Kundera: “El humor, el rayo divino que descubre el mundo en su ambigüedad moral y al hombre en su profunda incompetencia para juzgar a los demás; el humor: la embriaguez de la relatividad de las cosas humanas, el extraño placer que proviene de la certeza de que no hay certeza”.

“La embriaguez de la relatividad de las cosas humanas”. Quizá la gente de la antigua Roma se reía cuando un león se comía a un cristiano. Imposible no recordar a los muchachos asesinados de Charlie Hebdo, que practican un humor transgresor y de bastante mal gusto, que los transformó en blancos de la furia de los intolerantes. Reírse de uno mismo puede hacernos olvidar la mufa que nos asalta cuando vamos al supermercado. No hay que olvidar a los que cuando le preguntan “qué es lo que más te enamora del otro”, dicen: que tenga buen humor. A veces el humor puede más que el dinero y la belleza, parece. Aunque algo de cierto hay: la gente sin humor es poco sexy, tiene poco swing.

O sea, embriáguese, sea sexy, tenga swing, ríase de aquellos a los que no puede vencer de otra forma. El humor, a pesar de todo lo dicho, también es una barricada. Y ríase de usted mismo, que para llorar hay tiempo.

 

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