“¿Pueden los jueces violar los derechos humanos?” indagó ayer en una columna publicada en este diario Lucila Larrandart (ex Camarista y docente universitaria). El interrogante anticipaba la respuesta. Pueden aunque, claro, no deberían. Lejos de generalizar, Larrandart aludía al (mal) trato propinado al ex Canciller Héctor Timerman por el Tribunal Oral Federal Número 9.  O por ser más estricto, en palabras de quien esto firma, por el sistema judicial.

Timerman, aquejado de una grave enfermedad, pidió ser indagado antes de tiempo, para decir su verdad. Las audiencias (hubo dos larguísimas cuando procedía una) se transformaron en sendos calvarios para el judiciable. Nadie se tomó la molestia de preparar adecuados mecanismos de transmisión de imágenes y de sonido, para mantener comunicación entre su domicilio y el tribunal. Están emplazados en la misma ciudad. Una emisión audible es un  objetivo sencillísimo que resuelven millones de particulares no calificados todos los días. 

La misión se tornó imposible para el Poder  Judicial. Mala fe, mala praxis, desdén respecto de deberes mínimos del servicio público y hasta de humanidad…  cada cual sabrá.

El padecimiento causado puede compararse con la tortura, más allá de cuales hayan sido las intenciones de los responsables. 

Los tribunales argentinos suelen usar la figura del “dolo eventual” para castigar más severamente a quienes causan daños por negligencia extrema, cuando podían imaginar su desenlace. Quizá correspondería trasladar dicha severidad al hecho que nos ocupa.

El sistema legal real existente judicializa “todo”, criminaliza una cantidad excesiva de conductas, encarcela prematuramente, a mansalva. Este cronista objeta dichas tendencias que cuentan con amplios consensos en el Foro. Pero piensa, sin exagerar, que ante la violencia y las violaciones de derechos sí deberían pesquisarse responsabilidades: abrir sumarios, investigar a jueces, secretarios fiscales y empleados. 

Si hay daño hay responsabilidad. Cuando se violan derechos humanos en una audiencia de trámite, el sistema debe actuar de oficio:autoexaminarse y sancionar llegado el caso.

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La divulgación promiscua de un “video íntimo” de Nahir Galarza, la joven severamente condenada por homicidio, tiene rasgos similares. Las imágenes pasaron por el tribunal que la juzgó, no sirvieron como prueba. 

Sin que nadie asumiera la grave responsabilidad “se viralizaron”  o “filtraron” e hicieron comidilla en redes sociales. “Viralizar” o “filtrar” son subterfugios para no decir que alguien las pasó, de la esfera de custodia del tribunal a la voracidad y el morbo de un público masivo.

De nuevo, nadie se hace cargo pero se provoca un daño adicional, perverso por donde se lo mire, a una ciudadana que ya recibió castigo. Excesivo a todas luces, opinamos y alguna vez ampliaremos. En esta columna basta apuntar que, acusada y sancionada Galarza, es salvaje e ilegal mortificarla con suplicios adicionales. Y, de nuevo, que nadie asuma responsabilidad. O lo que es peor, que el Poder Judicial rehúse investigar canalladas posiblemente ilícitas, cometidas en su propia sede.

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Fallos recientes de variados tribunales compensan un poco la desazón que reseñamos. Mencionamos algunos.

Se impuso a la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal convocar a la Paritaria Docente.

Se ordenó reincorporar a cinco trabajadores de Télam despedidos sin causa y sin cumplir las reglas laborales exigibles.

Se falló contra el sistema de reajuste impuesto por la reforma jubilatoria macrista.

Adoptar esas resoluciones exige a los jueces un coraje especial. Su propia corporación los repele y aísla. Funcionarios y legisladores de Cambiemos los asedian mientras sus trolls los injurian y amenazan a sus familias.

Los medios dominantes se pliegan a las peores conductas antes mentadas.

Resolver conforme a derecho y a las propias convicciones exige hoy en día una bravura particular. Corresponde resaltar a esa minoría coherente, en medio de la decadencia (aparentemente imparable) del Poder Judicial.