Hay silencios de radio que se respetan. Se intuyen nubarrones pesados y oscuros detrás de la falta de novedades. Y no se pregunta.

Ayer, un sábado de sol, el teléfono hizo clinc. Era el contador. No lo sabía aún. Estaba en el jardín y había dejado el teléfono lejos.

Llamo jardín a un sistema mutable de pilares y recipientes que vengo construyendo, imbricando sus piezas por equilibrio gravitatorio, para crear biomasa vegetal en mi terraza. “Ni bien nos pusimos a hacer tu plan de facilidades la AFIP lo impidió”, comienza el mensaje que leí poco después, al sol, junto a la yuca, bajo el ficus, aún a tiempo para responderlo. El mensaje es extenso, contiene una sincera disculpa y termina así: “Estuve con las manos atadas por los cambios de la AFIP pero no me olvidé, solo que no podía decirte nada porque no había forma de solucionarlo. El viernes se abrió el panorama”.

Un destrabe, pensé. Una trabazón y un destrabe. ¿Qué, quién? ¿Anagrama del nombre de qué ángel caído es esta AFIP? ¿Pifa? ¿Piaf?

Anoche soñé que entraba en una casa de uno de los vecindarios de mi infancia. La casa tenía muchas habitaciones alrededor de un gran patio andaluz. Yo entraba así nomás, sin llamar, solo porque la puerta estaba abierta. Adentro, una alegría de encontrar el lugar donde había estudiado música de muy niña en 1970 con mi vecina Ana María Benz, una joven de aquella época en que ser joven era abrir las alas y volar.

En el sueño, aquella había sido la casa de Ana. Antes había sido la sede de una organización dirigida por un viejo guerrero que volvió al país luego de haber estado preso en Europa por motivos políticos. Dirigió nuevamente la organización (me explicaba una guía, en el sueño) pero desde el anonimato. Porque a sus socios y socias, damas de alcurnia, les daba vergüenza el asunto de la cárcel. Seguía trabajando como director, pero no era presentado ni daba discursos. Participaba haciéndose pasar por un bedel, de aspecto avejentado y medio tonto.

Semejante humillación (seguía diciendo la guía) se debía a que aquello fue en el siglo diecinueve y por entonces la cárcel, aun política, significaba la deshonra. La casa me gustaba como para vivir pero la guía me decía que ni lo intentara, que todo ahí tenía que mantenerse tal como había sido en los tiempos del guerrero y eran cosas viejas, frágiles, difíciles de conservar. Habitar la casa implicaría destruirla. En un sueño sucesivo, con una compañera mía de la Facultad o de la secundaria teníamos que seguir un protocolo preestablecido para hacer algo con esa historia y ese lugar. Nos salteábamos el primer paso, que hubiera consistido en grabar una breve presentación oral cada una de sí misma en un mapa interactivo. La furia del guerrero humillado crecía, se desbordaba y nos invadía.

Hoy domingo, poco antes del partido Francia-Croacia, me puse a revisar el teléfono y encontré una invitación tarde. Por qué no llamarán, como en los viejos tiempos. Creen que la vista registra más que el oído y diseñan durante horas un bonito flyer que te mandan el día antes. Por esa invitación me enteré de que el jueves se hizo una lectura de poemas de Willy Harvey y también de que esa noche hubo un eclipse. No sé eclipse de qué ni quise averiguar. A Willy Harvey me lo encontré el año pasado en una pesadilla de descenso al Inframundo. El portal de mi Inframundo personal era el bar de la esquina de Avenida Francia y Urquiza, frente al Hospital Centenario. Willy estaba ahí en el patio del hospital, como en los viejos tiempos, cuando vivía ahí y yo iba a visitarlo. Yo tenía dieciséis años y después sin que me viera le copiaba su forma de agarrar el cigarrillo de tabaco armado entre el índice y el pulgar, como si fuese faso. Pero Willy era anterior al faso. Se me hacía que era anterior a todo. En la pesadilla lo veía en medio de una masa repulsiva de almas en pena de hombres y de gatos. Él me lanzaba una mirada resignada con sus ojos celestes. Yo sabía que de allí no tenía que traerme nada y me volvía, mirando atrás, como Orfeo.

Capaz que fue él, entonces. La noche del eclipse, fue invocado. Fue invocado y retornó a la memoria de los vivos. No me encontró. Y se habrá resignado. O enojado. Se resignaba estoicamente muerto, sumido en el Purgatorio hospitalario durante casi cuatro décadas de olvido.

Si todo este tiempo no me ocupé de que Harvey fuera recordado, fue por terror. Terror a copiarle también el destino atroz. El mundillo de los poetas suele crear sin saberlo formas autónomas del pensamiento, de esas que los magos llamaban egrégores. Los poetas esperan tragedias y así las configuran; destruyen las vidas de sus colegas con una magia negra que no asumen que practican. Me asociaron a él de todos modos, pero nunca di pruebas. Tengo la edad que él tenía cuando nos conocimos. Murió al año siguiente, en la calle. Conservó hasta el fin sus modales. Le irritaba que yo dejara la cuchara adentro de la taza. Cuidé ese detalle hasta hace poco. Una noche tomé un té, dejé la taza en la mesada, vi la cuchara adentro; su ira no estaba.

“Nos hemos vuelto perceptibles a los muertos”, me dijo el viernes una amiga en el último café (fue el último café, lo sé, como el del tango). Mejor si ella huye de mí ahora; así no me le muero, cuando muera como todos. La ira del viejo guerrero sumergido en el anonimato por la vergüenza de sus colegas victorianas supo estallar anoche pero estalló en un sueño, en la caja de cemento de las pruebas nucleares de la mente dormida, sin dañar flora ni fauna. Y AFIP es el nombre de algún barrio del infierno. Una vez más el contador poeta cumplió el papel de héroe, descendió al nadir de su periplo, fue enloquecido transitoriamente por los demonios de la burocracia y por los espectros de la poesía. Pero en otro sueño vi las puertas de Shamballa, la ciudad paradisíaca que no existe en la materia. Y esas quedan a la vuelta de mi casa, en lo del alfarero Winkler, que reza feliz amasando planetas para plantas. Volveremos, le puse al contador.