Desde Río de Janeiro

D’accord, Francia tenía mejor equipo. Pero Croacia tenía más garra. Ganó el mejor equipo, y no el que jugó mejor. Cosas de la vida. 

En un país como el mío, tan avasallado en tiempos difíciles, el futbol sigue siendo religión, aunque los creyentes creen cada vez menos. 

No hemos llegado siquiera a las semifinales, pero de alguna manera el Mundial permaneció en la imaginación de todos. Con menos entusiasmo, por cierto, una vez que los tiempos brasileños sirven para todo, menos para entusiasmos.

A estas alturas de mi larga vida, recuerdo Mundiales pasados. Del de 1950, cuando Uruguay ganó de Brasil en la final, ninguna memoria: yo tenía dos años. Hace como unos veinte supe que los diarios de Río ya habían imprimido miles y miles de ejemplares celebrando la victoria brasileña, considerada inevitable, y tuvieron que tirar toneladas de papel a la basura. 

En 1958, celebré mis diez años viviendo con mis padres en Europa y apenas me di cuenta de la consagración de Pelé y, principalmente, de un genio fulguroso llamado Garrincha.

Luego vino lo que vino, y recuerdo con nitidez el de México, en 1970, el primero a ser exhibido en vivo y en colores. 

Bueno, lo de colores en verdad es relativo. Era el estreno de las transmisiones en color, y lo que se veía eran jugadores con hepatitis o ictericia, es decir, o verdes o amarillos.

Pero como son esos los colores nacionales, ganamos con el que quizá haya sido el mejor seleccionado de la historia. Para los que me creen demasiado nacionalista, recomiendo una ida a los archivos, y que vean Pelé, Gerson y Tostão luciendo un arte sublime.

Y de este Mundial disputado en Rusia, ¿qué imágenes quedarán?

Estará, claro, el espléndido gol de Philippe Coutinho contra Suiza, considerado por la FIFA como el más hermoso entre los 122 apuntados en la primera fase del Mundial. 

En aquel entonces todavía creíamos, aunque sin mucho entusiasmo, en el futbol de nuestros muchachos, pese a las caídas y a la sobreactuación de Neymar en la cancha. 

A propósito de Neymar: aquí tenemos un raro caso de un jugador que sale de un Mundial menor de lo que entró. Lo mismo, o casi, por discreto, de lo que pasó con un maestro soberano llamado Messi.

Hubo otra imagen de brasileños que habrá de quedarse en mi memoria: el espléndido gol de Paulinho contra Serbia.

Paulinho era el único descendiente de una etnia indígena. Que los afro-descendientes sean eximios futboleros no hay que hablar. Basta ver al equipo francés, que de franceses tenía poquísimo. 

Pues Paulinho hizo un gol que, en términos de la física, sería considerado “oblicuo”. 

Aunque no lo sepa, lo que hizo ha sido una clase magistral de cinemática vectorial. Como hijo de físico, puedo imaginar a mi fallecido padre explicando, en términos de la física más elevada, cómo él trazó un problema de extrema dificultad y lo resolvió de manera brillante.

Son y serán muchas las imágenes de este Mundial más bien de poca sal y de emoción apenas relativa que quedarán en mi memoria.

Una, sin embargo, se sobrepondrá e irá prevalecer sobre todas, todas las otras: Giménez, el valiente uruguayo, llorando en plena cancha, mientras duraba el partido en que su equipo fue eliminado por la misma Francia que, al final, se consagró campeona.

Era el minuto 42 del segundo tiempo, y estaba más que claro que Uruguay no lograría revertir el 2 a 0 apuntado por los franceses. Los uruguayos jugaban con garra y esperanza frente a lo inevitable. 

Giménez, valiente y talentoso zaguero en su segundo Mundial y a sus 23 jóvenes años, expuso su alma al mundo.

Vaya dignidad, vaya integridad.

Sí, sí, llevo más de medio siglo de Mundiales. Y esa imagen quedará para siempre entre las mejores que traigo vida afuera. 

Claro que están otras, las de Jairzinho y Pelé y Gerson en el de México en 1970, o de Sócrates y Zico en el 1982 en España, y muchas más. Pero son imágenes de ganadores.

De victorioso aunque perdedor, queda la de Giménez y su llanto digno.