Barre en el pie de la escalera y  mientras lo hace mira a cámara ¿a quién mira de verdad? Está filmando su última película y tal vez lo sabe. El palo de escoba es el arma que no empuña para liberarse de sus carceleros, lo haría si la vida fuera cine y ella una heroína animada pero, en la vida real y a pleno sol, Anna está secuestrada por la Gestapo y es la Gestapo quien la lleva de casa al set. Choferes verdugos. En calma embustera, y mientras la producción de Lucerna film no perdía dinero y la Gestapo la vigilaba de cerca buscando nuevas víctimas, Anna moría de a poco. Dicen que se quedaba sentada en un rincón con la cabeza entre las manos esperando el llamado del director y que cuando eso ocurría el tormento desaparecía de su cara y un humor radiante disfrazaba al terror carnal sin que se viera el dobladillo.  Dicen también que cuando terminó la última escena de Llegaré pronto (vaya título) Anna colgó el batón de Koubková, la enérgica ama de casa de la película, se fue a la suya donde la esperaba su hijo Jiøí y volvió a cambiarse de ropa. Un tren especial con destino a Mauthausen la estaba esperando, iban a fusilarla.                               

Era hija de actores de carromato; una infancia de vestuario y textos ajenos y una adolescencia con un primer contrato ganado fuera de la medianera familiar (tenía dieciséis años) la convirtieron en una de las actrices checas más famosas de los años treinta. Un primer matrimonio con un actor y un segundo con un arquitecto, secretario de una empresa de transporte alemana que ayudaba a emigrar a personas perseguidas, cuentan breve el devenir privado de la actriz que deslumbraba en  La tempestad y en La linterna y que estaba acostumbrada a que directores y guionistas se pelearan por un sí de ella. Pero la guerra le escribió otros papeles después de que le diera amparo al médico que había curado a los paracaidistas checos que habían organizado el atentado a Reinhard Heidrich, el “protector nazi” de Bohemia y Moravia. Cuando los nazis la descubrieron, desplegaron su cacería tras ella. La persiguieron, cercaron y hasta escoltaron de muerte previa mientras filmaba,  nunca lograron que de su boca salieran otros nombres propios que no fueran los de sus personajes.                          

En Mauthausen estuvo en un campamento hasta que simularon llevarla a ella y a otras mujeres (mataron ese día a más de doscientas) a una consulta médica; esa sala de salud era una cámara de ejecución donde los disparos sonaban en intervalos de dos minutos. Eran las ocho y media cuando Anna escuchó el primero, el suyo iba a llegar dos horas después. Le dispararon en la cabeza a las 10.56  el 24 de octubre de 1942, su nombre y la fecha de su ejecución fueron “cuidadosamente registrados por los oficiales alemanes”. A Vladislav Èaloun, su marido, lo mataron unos meses después, en enero de 1943.                                                               

Los homenajes póstumos (la orden de la “Cruz Checoslovaca de Guerra”, una escultura en el teatro Vinohrady donde tantas tardes y noches actuó y una calle cercana) compiten con el cine sempiterno donde su desnudo desciende de la escalera recién barrida y mira cómo ella hace de ella misma mientras la sala llena disfruta de su voz en gestos en la noche del estreno que no tuvo.