Luego del anunciado Oscar por Una mujer fantástica, el próximo proyecto del chileno Sebastián Lelio suponía no solo un desafío para él –estar a la altura de lo que había despertado hasta entonces– sino grandes expectativas para sus incipientes seguidores. A eso se sumaba que era su primera película en idioma inglés, que era la adaptación de la primera novela de una autora que pisa fuerte como Naomi Alderman, y, además, que contaba con dos actrices amadas por todos como Rachel Weisz –también productora de la película y clave en la elección de Lelio como director– y Rachel McAdams. Y, por supuesto, que la temática queer reaparecía en el epicentro de su universo, aquí en una historia de amor y deseo entre dos mujeres en el seno de una comunidad judía ortodoxa en la Inglaterra contemporánea. Lelio ha pasado con éxito varias pruebas: ha logrado muy buena repercusión en la crítica estadounidense, se ha inmerso en una cultura distante sin traicionarse, y ha logrado una película auténtica, llena de una potente emoción y un erotismo liberador que demuestra que su cine tiene aún mucho por explorar. 

Desobediencia comienza con una nota trágica. El rabino Krushka, emblema y rector de la comunidad, se desploma mientras concluye su reflexión sobre el libre albedrío, privilegio de una humanidad suspendida entre la claridad de los ángeles y los deseos de las bestias. Su muerte conlleva una serie de conmemoraciones, el lento proceso de elección de su sucesor, y el regreso de su hija, exiliada hace diez años por hacer propia esa desobediencia anunciada. Ronit (Weisz) es un cuerpo que regresa del pasado, cuyo recorrido Lelio filma en su materialidad: la convulsión del llanto por la pérdida, el sexo mecánico en el baño de una disco para sentirse viva, el vértigo del viaje al otro lado del Atlántico para reencontrase con el luto y el desconcierto de quienes allí no la esperan. La única que desea su regreso es Esti (McAdams), ese amor que originó el destierro, que hoy viste peluca y enseña en un colegio local, que despierta a ese encuentro con el ímpetu de un deseo tantos años silenciado. 

Es interesante el acercamiento que eligen Lelio y su coguionista Rebecca Lenkiewicz a la novela –que tiene mucho de autobiográfica– de Alderman, intentando plasmar la minuciosa construcción de aquel universo de reglas estrictas y ceremonias reguladas desde su omnipresencia física en los encuadres y la opacidad de los tonos plásticos. En esa pequeña comunidad en la que se celebra el funeral del rabino, en la que la casa de la familia de Ronit se encuentra cerrada como un mausoleo y en la que Esti atesora sus deseos en el refugio del recuerdo, todo es ocre y neblinoso, las calles resultan angostas por el seguimiento de la cámara, el tiempo es frío y húmedo, las normas sociales y religiosas ordenan comensales en la mesa y fieles en la sinagoga. Todo ese entorno que en Una mujer fantástica, e incluso en Gloria, por momentos caía en una generalidad abstracta, definida por la antinomia entre la luminosa Marina (Daniela Vega) y sus execrables enemigos, aquí asume complejos matices. Tanto para Esti como para Ronit ese mundo que las expulsa es también al que pertenecen aquellos a quienes aman. Tanto la figura del padre ausente como la de su discípulo Dovid (Alessandro Nivola), amigo de la infancia de ambas y hoy marido de Esti, son contradictorias, atadas a mandatos y deberes pero conscientes de las imposibilidades, de los sentimientos, de los persistentes interrogantes. 

Con Desobediencia, Lelio se ha revelado como un inteligente director de actores, algo que ya había demostrado el excelente trabajo de Daniela Vega, pero que aquí adquiere nuevos tintes. La Marina de Una mujer fantástica era el único ser de luz en un mundo de sombras, sola frente al repudio y la hostilidad de la policía, los médicos y la familia de su novio. La relación de Ronit y Esti con su comunidad es ambigua: pese a la marca de su desafío, Esti intentó convivir con esas reglas, no perder sus afectos, sentir que podía ser partícipe de la colectividad desde la enseñanza y la empatía con sus alumnas; para Ronit la pérdida de su familia dejó una herida abierta, su sexualidad inexplorada pese al mundo libre y cosmopolita de Nueva York, su pasado latente. Lelio acentúa para ello las tensiones en las interpretaciones de Weisz y McAdams, la primera de una rebeldía desafiante pero dolorosa, la segunda contenida y meticulosa, agitada por una inquietud que cobra aire de desafío. Los encuentros entre ambas, desde el inicial descubrimiento de Ronit de ese impensado casamiento, hasta el primer beso en la casa familiar, nacen de las miradas y los silencios, de una especie de espiral invisible que las envuelve, que la cámara entreteje con sus movimientos. 

La gran novedad de esta película es el retrato de Dovid. Viendo los hombres del cine de Lelio, que oscilan entre la geometría de una gruesa caricatura y el desdén del abordaje, el personaje de Alessandro Nivola cobra espesura en cada una de sus apariciones: la llegada de Ronit tensa el andamiaje en el que se afirman todas sus creencias, las religiosas y las matrimoniales. El lento proceso en el que se prepara para la sucesión de su maestro está teñido de esa lejana certeza de que algo de su mundo se derrumba. La idea presente en la novela de Alderman –cuya madrina literaria no en vano es Margaret Atwood– supone que desmontar los estereotipos en la representación de la mujer también implica repensar la figura del varón, susceptible al llanto, la emoción, la incertidumbre. La renacida fortaleza de Esti y Ronit dentro de esas paredes cerradas por símbolos ancestrales  –no solo en relación a su sexualidad sino a la autonomía de sus decisiones–, también implica una crisis de sus cimientos. 

Por  último, filmar el sexo entre mujeres siempre acarreó observaciones y controversias. Desaparecido como tabú en gran parte del cine siglo pasado, convertido en videoclip o festival de caricias en series televisivas de horario central, cuestionado por su extensión –o por la perspectiva masculina de la mirada– en La vida de Adèle o por exceso de “clasicismo” en Carol, Lelio decide darle un peso específico, una materialidad que adquiere en la imagen la misma impronta que en el devenir de los personajes. En una entrevista con The New York Times luego del estreno de la película en Toronto –y de que toda la prensa se hiciera eco de la tórrida secuencia, con escupida incluida– Rachel Weisz señaló que conversó con Lelio el desarrollo de la escena de sexo y ambos llegaron a la conclusión de que era esencial. “Toda la represión de la historia conduce hacia ese momento. Creo que especialmente para Esti el orgasmo supone un momento espiritual. Se trata, finalmente, de alcanzar la libertad”.