La fuerte revalorización del dólar es parte de una histórica problemática estructural que, con las políticas actuales, se ve intensamente profundizada y más por el carácter Bi-monetario de la economía argentina, una característica excepcional a nivel mundial. La problemática se manifiesta, coyuntural mente, en forma de corridas cambiarías, inestabilidad financiera y pérdida de credibilidad; no obstante, un análisis más profundo de la situación revela las serias inconsistencias del programa económico vigente, que implican mayores riesgos a mediano y largo plazo, porque parte del deterioro es acumulativo y no siempre sintomático. Como si la historia no dejara registros permanentes, la liberalización y des regulación de los mercados está menoscabando las variables fundamentales de la economía: el crecimiento no despega, la inflación mantiene un sendero creciente y el nivel alcanzado de endeudamiento enciende alarmas precautorias. Las secuelas de este modelo, sin lugar a dudas, serán pagadas por el grueso de la sociedad, por medio de licuación del poder adquisitivo de los ingresos populares, desocupación en ascenso o precarización laboral, generalizándose una peor calidad de vida.

Si bien este último tiempo se ha puesto el foco de atención en el accionar del BCRA, la causa central del problema es el conjunto de medidas que se tomaron desde el inicio de la gestión. A partir de un diagnóstico equivocado sobre la situación del país a fines de 2015, y sobre cuáles eran los principales desafíos a afrontar, se comenzó a consolidar un modelo económico de corte conservador que ingresó en un círculo vicioso de ajuste y achicamiento de las capacidades del Estado. Estas políticas han llevado a profundizar los problemas estructurales de la Argentina y hacer de este modelo un camino inviable hacia el desarrollo socio económico, alimentando la fuga de capitales y la especulación financiera que, a través del endeudamiento externo, pretenden sostener en el tiempo (tal como sucede con el reciente acuerdo con el FMI). Resulta imprescindible plantear además el estrecho vínculo entre quienes son los ejecutores y los beneficiarios de esta política económica, habiendo un nexo cercano entre quienes ejercen el gobierno e instituciones y bancos de las finanzas globales. Es decir, no sólo es un enfoque distinto sobre la macroeconomía lo que nos separa, sino la defensa de intereses contrapuestos, de un proyecto para mayorías y de otro para las minorías del poder concentrado.

Todos los agregados de la macroeconomía se vieron afectados por la oleada de medidas de corte neo liberal. Los mecanismos de vinculación y articulación de la economía real y nominal, en materia fiscal, monetaria y productiva fueron desmembrados en una maquinaria des coordinada y sin engranajes, que evidentemente no puede funcionar correctamente.

Por cuestiones ideológicas, las disposiciones y mecanismos de regulación que dispuso el gobierno saliente se eliminaron rápidamente. En el plano monetario, la disolución del sistema de administración del mercado de cambios dejó librada al mercado la compra y venta de divisas, permitiendo la libre entrada y salida de capitales financieros, que fueron invitados a la especulación, sin ninguna restricción temporal de permanencia. Al mismo tiempo, concretó una devaluación del cuarenta por ciento, preludiada la inflación más alta de los últimos años.

En el plano comercial se relajaron los controles cuantitativos, como las DJAI y las Licencias No Automáticas (LNA), lo que disparó las importaciones a tasas muy por arriba de las exportaciones. Las industrias locales y la balanza comercial se vieron notablemente afectadas. En paralelo, se permitió a los exportadores la no liquidación de las divisas obtenidas por sus ventas, con la posibilidad de dejar los capitales en el extranjero. Mientras tanto, la quita de retenciones tuvo más efecto sobre la suba de precios internos que sobre el incremento de las cantidades exportadas.

En el mercado interno, se centró la política económica en la derogación de normativa reguladora, flexibilizaron de acuerdos y supresión de controles, como lo sucedido con el sector petrolero y el programa Precios Cuidados, donde se quitaron bienes esenciales de la canasta de consumo. En materia salarial, las presiones por techos a las paritarias no se pudieron disimular, restando poder de consumo a la población y fuerza al mercado interno. La pérdida de poder adquisitivo de los salarios de los trabajadores formales deriva en una fuerte restricción en la compra de bienes y servicios de las familias. Esto atenta contra el mercado interno, lo cual perjudica a los trabajadores de amplios sectores de la economía popular y asociativa, haciendo inviables cada vez más actividades productivas, junto con sus puestos de trabajo vinculados.

En el plano fiscal, se eliminaron o redujeron las retenciones a las exportaciones de los grupos más concentrados de la economía, lo que ocasionó una importante pérdida de recursos fiscales para todas las jurisdicciones del Estado. A pesar de que el plano recaudatorio no constituía el objetivo primario de la política de retenciones, su impacto no es menor; se estima que en el trienio 2016-2018 dejaron de ingresar a las arcas públicas unos 7.500 millones de dólares. Tal es así que en la búsqueda de nuevas fuentes de ingreso, el gobierno instaló recientemente la posibilidad de retomar el esquema de retenciones.

En la práctica, la merma en el erario público fue compensada con el perfeccionamiento de un blanqueo que no hizo más que favorecer la formalización de activos de grandes evasores, sin la obligación de repatriar sus capitales. En paralelo, se quitaron impuestos progresivos, como los patrimoniales y a los autos de alta gama, beneficiando a sectores de altos ingresos y se aprobó una reforma fiscal que profundiza la agresividad en materia tributaria. El presupuesto público es un fiel reflejo de cuáles son los sectores que se privilegian desde el gobierno: mientras se ceden recursos a favor de los grupos más concentrados, se dan de baja un número amplio de políticas públicas y se recortan subsidios a los sectores populares, que tienen que pagar montos exorbitantes por servicios esenciales. Aun así, el déficit fiscal lejos está de mostrar una reducción significativa, ya que el pago de los intereses de la deuda pública dispara el rojo del resultado financiero al tiempo que quita cada vez más fondos públicos a las políticas de inclusión para el desarrollo económico.

Con un sesgo ideológico marcado, a favor de las visiones ortodoxas, el oficialismo mantuvo que la monetización del déficit fiscal era el origen de gran parte los problemas económicos, y que su financiamiento vía deuda externa sería el mecanismo ideal para resolver las tensiones internas. El resultado implicó un crecimiento exponencial de la deuda pública sin una solución de fondo para las debilita das arcas del Tesoro. En esa misma línea, se argumentaba que la quita de subsidios reduciría el déficit fiscal y ello pondría rápidamente un coto a la inflación. El resultado es historia conocida: un tercer año de continuidad de los aumentos, -que superaron el incremento del 1.500 por ciento en el caso de la energía eléctrica-, y que no hicieron más que echar nafta al fuego, arruinando la economía y el bienestar de muchas empresas y familias.

Volviendo al inicio, tal vez el rasgo más pre ocupante de este conjunto de medidas es la configuración de un escenario de fragilidad externa, que la entrada de capitales especulativos y la toma de deuda en los mercados internacionales ayudaron a disimular transitoriamente. Sin embargo, algunos acontecimientos sucedidos en los últimos días mostraron de cuerpo entero la vulnerabilidad que hoy caracteriza al país. La confirmación final del acuerdo con el FMI es el síntoma más evidente pero no el único. Por todo esto, consideramos que la Patria está en peligro, y desde nuestro lugar no podemos más que expresar nuestra preocupación sobre la susceptibilidad de la economía. Frente a este escenario complejo, desde el colectivo EPPA consideramos importante ofrecer nuestra visión relativa del contexto actual.

La política del BCRA

A partir de la asunción del presidente de la autoridad monetaria en 2015 (de reciente renuncia), el Banco Central llevó adelante una agresiva política de captación de liquidez a través de emisión de letras (Lebacs). El objetivo era parar en seco el proceso inflacionario, diagnosticado como producto de un excesivo nivel de circulante en la economía.

A los pocos meses de haber asumido, se evidenció que la política impulsada por el presidente del Banco Central a fin de contener las cantidades de dinero no hacía mella en los niveles inflacionario’s que se disparaban a niveles récord en la década. Por ello, la institución orientó su política hacia visiones ortodoxas más modernas: el control de la tasa de interés a fin de domesticar los precios, cuya variación tendría una meta (inflación argentina). Sin embargo, el stock de Lebacs siguió creciendo ya que, por su atractiva tasa, generó la afluencia de fondos de inversión foráneos o bien de grupos concentrados locales que buscaban jugosos rendimientos financieros. Así, se fue creando una “bola de nieve” donde en cada vencimiento, la inyección de pesos era cada vez más grande, obligándose a sí mismo a sostener una tasa alta para evitar una corrida de esos pesos sobre el dólar. 

De esta forma, el stock de Lebacs sobre la base monetaria (billetes en poder del público) creció de forma exponencial, representando el 200 por ciento de ella y triplicando los niveles heredados del gobierno anterior. Ante esta situación, el Estado vio menguado sustancialmente su poder para controlar variables monetarias y cambiarías claves para manejar la economía, como la tasa de interés y la nominalista del tipo de cambio, que junto al problema de la deuda fue so cavando la independencia económica del país.

No obstante, los niveles de inflación siguieron un sendero momentáneamente descendente, por el ancla cambiaría que transitoriamente pudieron establecer, además de que ya se había alcanzado una suba de precios de alrededor del 40 por ciento anual por el aumento de todos los servicios regulados y por la fuerte devaluación de 2016 que se fue trasladando a precios. Sobre el final de 2017 ya se percibía que el proceso de des inflación del que hablaba el PEN estaba trunco y se trataba de un espejismo. La política de tasas altas no parecía hacer efecto y los recientes saltos cambiario de 2018, sumados a los nuevos tarifados, dieron lugar este año a un renovado ímpetu inflacionario. La mitad del año quedó signada por una alta conflictividad social, en un contexto de cierre de fábricas y comercios y deterioro extensivo del poder adquisitivo de los salarios combinados con la creación de empleo con menores derechos laborales, como es el caso de los contributivas.

Riesgo de corrida cambiaría

La política monetaria de esterilización de pesos mediante Lebacs no sólo ha fracasado en sus objetivos cantinflesco, sino que lleva consigo un endeudamiento creciente que representa un riesgo latente. A diferencia de los países centrales, emisores de monedas duras, la Argentina tiene como talón de Aquiles la restricción externa. Es decir que la escasez de divisas que se va estando limita la capacidad del país para continuar el proceso de crecimiento. Esta restricción se acentúa violentamente en momentos de estrés financiero, ya que los agentes privados tienden a dola rizar sus activos previendo y cubriéndose de las cíclicas devaluaciones. Los esquemas económicos que implican la liberalización del mercado del dólar, como el actual, no hacen más que incrementar la fragilidad de nuestro sector externo. Además, el riesgo se ve potenciado por la creación secundaria de una masa de activos nominado’s en dólares, como los plazos fijos del sistema bancario. De esta forma un creciente stock de activos de corto plazo potencialmente dolaría, cuelga cual espada de Damocles en la economía argentina. Cada vencimiento de Lebacs representa un potencial pase al dólar, con una consecuente depreciación del peso o pérdida formidable de reservas. A fin de ejemplificar, el 15 de mayo se produjo un vencimiento por 617.000 millones de pesos equivalente a 25.000 millones de dólares, aproximadamente la mitad de las reservas internacionales actuales. Se logró una renovación de esas letras, pero para ello el BCRA tuvo que elevar la tasa de interés al 40 por ciento, con todo lo que implica para la economía real. Tentar a los inversores con mayores tasas en pesos es un arma de doble filo, ya que la amenaza se mantiene y de forma creciente, en tanto y en cuanto no se genera un ingreso genuino de divisas sustentable en el tiempo.

Así, la liberalización y des regulación del mercado cambiario permitió al sistema bancario retornar a prácticas que parecían superadas con el gobierno anterior. La posibilidad de comprar dólares libremente, sumado al blanqueo de capitales con poco o nulo control estatal, implicaron nuevamente la creciente polarización del sistema. Desde enero de 2016 los depósitos en dólares de los argentinos crecieron de forma permanente. Actualmente los mismos representan el 46 por ciento de las reservas internacionales del Banco Central. De producirse una corrida de depósitos, la institución monetaria debe salir a respaldarlos perdiendo las reservas que sean necesarias. En este caso, el tipo de cambio deja de ser la variable de ajuste, ya que no evita el retiro de esos depósitos. La polarización del sistema bancario ha sido, entre otras, causante de la mayor crisis económica argentina de todos los tiempos. Parece irresponsable la estimulación de estos mecanismos (propios de países donde no existían Bancos Centrales) en nuestro país.

La fragilidad externa se hace visible

Estos riesgos se han evidenciado más que nunca las últimas semanas. La suba de tasas en ENE. sumado a la tendencia proteccionista creciente ha generado un fortalecimiento del dólar que provocó el desarme de posiciones financieras en pesos para situarse en activos de mayor calidad (nominado’s en monedas duras). Este puntapié inicial se trasladó a una fuerte corrida cambiaría. Ante esta presión de demanda sobre el dólar, la reacción del BCRA fue tratar de evitar una fuerte devaluación del peso para no desalinear aún más la inflación con su meta. Tanto la enorme venta de reservas (se vendieron 9.000 millones de dólares desde marzo y 6.500 en tres semanas), como la suba de la tasa de interés, que llegó al 40 por ciento anual, fueron los instrumentos utilizados. A pesar de ello, el mercado le torció el brazo y el peso se evaluó un 20 por ciento en unas semanas y más del 43 si se toma su recorrido desde el 1 de diciembre de 2017 a la fecha. 

Ante la incapacidad del BCRA de frenar la corrida, el Ministerio de Hacienda respondió con un fuerte ajuste en la obra pública de alrededor de 3.200 millones de dólares, para dar una “señal de confianza” al mercado. Decisión que traerá más recesión y pobreza y menos empleo e infraestructura básica para el desarrollo. Tras esta batería de medidas, la presión compradora sobre el dólar continuó. Por lo que el gobierno abrió la última canilla verde que le quedaba y anunció una línea de crédito con el Fondo Monetario Internacional. En Argentina, es historia conocida: prestan plata a cambio de soberanía. Esto atará de manos al gobierno que se verá condicionado a profundizar el mismo ajuste que ha causado la crisis cambiaría.

Así, vemos cómo lo que en la superficie parece coyuntural, en verdad tiene cuestiones mucho más profundas y estructurales. Mientras tanto, el bienestar de la ciudadanía se reduce día tras día, el país navega por aguas agitadas y crece la angustia sobre el porvenir.

El acuerdo con el FMI

Conocidos los detalles del acuerdo, se confirmaron las duras exigencias sobre la reducción del gasto público. El préstamo desde el plano económico no es más que un paliativo transitorio. Por su esquema de desembolsos y repago, tanto como por su carácter de “cobertura”, se trata de un artificio puramente financiero. Una carta blanca de los factores de poder internacional (FMI y los países centrales) para alivianar las tensiones sobre las fatigadas cuentas externas de nuestra economía, a partir de la desconfianza de los mercados sobre el manejo de las finanzas públicas, que se materializó en las corridas cambiarías de los últimos dos meses. La contracarta del crédito, según lo anunciado hasta el momento, es el compromiso de repago, tanto como la disposición de un manejo presupuestario enteramente configurado a tales fines. Un ajuste brutal de la inversión pública de 3,8 puntos del PBI en los próximos tres años es tal vez el número que mejor sintetizar el esfuerzo en “lágrimas, sudor y sangre”, como contrapartida de haber recurrido al fondo.

Como analizamos, el eufemismo utilizado por los funcionarios maristas de “turbulencia cambiaría” encuentra origen, entre otros, en un rojo comercial creciente en los últimos años. Por caso, en 2017 el déficit de cuenta corriente se posicionó en torno a los 31.000 millones de dólares. Es decir que las divisas que nuestro país “genera” de manera genuina a través de sus exportaciones, no alcanzan para cubrir las importaciones necesarias del actual nivel de actividad. A esto se le suma la remisión de utilidades y dividendos al exterior, el turismo remisivo hacia el resto del mundo, y los intereses de la deuda externa contraída por el Estado Nacional y los Estados provinciales.

¿Es el acuerdo con el FMI una solución a este problema? ¿Está destinado el préstamo a financiar un proceso de crecimiento ostensible que permita revertir el déficit externo? Considerando el énfasis del ministro Dujo en afirmar que el préstamo es el reaseguro para poder mantener el programa económico definido hasta el momento, las respuestas difícilmente sean afirmativas. En el acuerdo se hace hincapié en los “esfuerzos fiscales” que hará el Estado para reducir el déficit. De este modo, la baja del gasto público anunciada para los próximos años redundará en menor crecimiento, menor nivel de actividad y menores salarios reales. En la misma presentación del Ministerio de Hacienda se prevé una reducción del 13 por ciento en términos reales en el rubro “salarios y bienes y servicios”.

Como marcan las nuevas proyecciones macro, este camino no puede llevar más que a un enfriamiento general de la actividad económica. En primer lugar, ya se evidencian los traslados a precios y la aceleración de la inflación, haciendo de la pérdida de poder adquisitivo una generalidad ampliamente difundida. En segundo lugar, la mayor tasa de interés presiona sobre la posibilidad de financiar inversiones en pequeñas y medianas empresas o convierte a la inversión en la economía real en una alternativa poco rentable. Esto también presiona a la baja el nivel de actividad y genera pérdida de puestos de trabajo, a lo que se debe sumar el freno por el quiebren de la cadena de pagos y la tendencia a la polarización de las listas de precios. En tercer lugar, las bajas en los salarios y en la obra pública profundizan este esquema que complican las propias metas fiscales del gobierno por la caída del producto y la menor recaudación. Así, esta obsesión con la baja del gasto público no asegura una reducción del déficit fiscal, pero sí redunda en una mayor recesión y desigualdad social.

Volviendo al frente externo, la Argentina contará temporalmente con los 50 mil millones de dólares disponibles por parte del FMI para hacer frente a sus obligaciones en moneda extranjera. Mientras tanto, la caída en los ingresos y el nivel de actividad será tal que cuando hayamos utilizado el préstamo, la dinámica de la economía argentina funcionará con menos importaciones, tendrá menos ahorros para dola rizar y el Estado habrá acumulado un mayor nivel de endeudamiento externo. Sin un cambio de rumbo, los problemas estructurales no se solucionarán y el único efecto del préstamo será extender la agonía. La diferencia de este préstamo con los endeudamientos anteriores es que como contrapartida se ofrece el compromiso de profundizar las políticas que nos llevaron a recurrir al acuerdo. Así, el gobierno se limita a sí mismo sobre las futuras decisiones de política económica y toma como rehén al pueblo argentino.

Otro camino es posible

Sin embargo, desde el colectivo EPPA no nos resinamos a que la situación actual constituya un callejón sin salida. Ningún camino está exento de dificultades, pero el agravamiento de la principal restricción al crecimiento en Argentina es sin dudas una elección equivocada. Una política con pretensiones de resolver la restricción externa de manera sustentable debiera tener como principios el estímulo al desarrollo de la industria nacional, de manera de generar más valor agregado y reducir las necesidades de endeudamiento externo para llenar los casilleros vacíos de nuestra matriz productiva. Por otro lado, ocuparse de la restricción externa en la coyuntura requiere de la recuperación de los instrumentos de control y regulación de los flujos de capitales, del mercado de cambios y de la implementación de una institucionalidad que garantice la intervención del Estado en el comercio exterior. La restricción externa hoy suma al problema estructural de la producción la intensa fuga de capitales, que no debe leerse como reacciones preventivas frente a coyunturas sino como parte de la lógica de la globalización financiera y que necesita ser enfrentada una fuerte intervención estatal que la contenga. Además, debemos considerar que el problema de la restricción externa no es equivalente a suponer que la Argentina no cuenta con recursos suficientes para sostener niveles de consumo más altos y un mercado interno vigoroso. Justamente, en paralelo a una economía traicionada por el mercado interno y el consumo popular se debe orientar paulatinamente el desarrollo industrial hacia las exportaciones, estimulando las ventas de bienes con mayor valor agregado para superar la preponderancia del sector primario como fuente principal de divisas. La defensa y el desarrollo de una industria nacional competitiva no traen efectos positivos únicamente en el frente externo, sino se asocia a empleos de mayor calidad e ingresos que ayudarían a dinamizar el mercado interno en su conjunto, en un círculo virtuoso. Como políticas inmediatas, urge la necesidad de recomponer salarios y jubilaciones de manera de recuperar el poder de compra para las mayorías, y así recuperar el circuito de crecimiento virtuoso que se perdió a fines de 2015. Este camino es incluso más efectivo en pos del equilibrio fiscal tan apuntado por el gobierno. En la medida que aumente la producción y el empleo se dará una reducción del déficit primario vía una mayor recaudación. Está claro que el acuerdo con el FMI, y el ajuste implicado como condicionamiento, lejos está de enmararse en este rumbo. Obcecando, el Gobierno de Cambiemos está enmarcado en un círculo vicioso de ajuste, deuda y más ajuste.