Entre sus múltiples y provechosas facetas, el “Facundo” de Domingo Faustino Sarmiento encierra una que es pertinente siempre enfatizar. Por una parte, es un texto de combate, una arenga estilizada de aspiraciones performativas. Esto es, tiene el objetivo palpable de denunciar la oprobiosa tiranía de Juan Manuel de Rosas, erosionando ante distintos públicos la figura omnímoda de tan deplorable personaje. Es interesante puntualizar que esos eventuales destinatarios son tanto los rivadavianos (a los que se les endilga su impotencia iluminista para capturar la densidad cultural del Restaurador de las Leyes) como a los federales disconformes (a los que se los invita tácitamente a romper con el régimen) y a la comunidad internacional (que duda en calificar a Rosas como un genial estadista americano o un monstruo al que hay que quitar prestamente del medio).

Pero por la otra en esas páginas se funda una perdurable filosofía de la cultura, entendiendo por tal una estructura conceptual invariante que apunta a explicar con precisión el conjunto de la dinámica social latinoamericana. Es decir, sosteniendo esa estruendosa intervención táctica Sarmiento se permite establecer una interpretación esencial de los comportamientos colectivos. Ese dispositivo analítico que con el paso del tiempo se revelará tan influyente queda nominado bajo los dicotómicos términos de “civilización y barbarie”.

Sucintamente, recordemos que para nuestro autor la civilización implicaba establecer la república como régimen político (contrastando el virtuoso predominio impersonal de la ley con el decisionismo arbitrario del Caudillo), y el capitalismo pujante (tomando a la democracia agrícola norteamericana como paraíso frente a los resabios feudales heredados del mundo colonial). La barbarie era, por tanto, el obstáculo intolerable a tan deseable horizonte, anudándose allí una tradición hispánica plena de fanatismo religioso e indolencia productiva y un territorio vasto metaforizado como desierto que generaba prácticas disociativas y violentas personificadas en el indómito accionar de las montoneras.

Ahora bien, en la descripción de estos dramas Sarmiento no estaba solo. Pocos años antes Esteban Echeverría escribía “El Matadero”, sin lugar a dudas una de las principales obras de la literatura latinoamericana del siglo XIX. Allí circula ostensiblemente la veta romántica, pues la herramienta estética funciona como acentuación expresiva de una situación cuya gravedad no es suficientemente advertida cuando toma apenas un cuerpo sociológico.

El texto es tremebundo y sanguinolento, abundando las escenas que procuran escandalizar y sacudir al lector. Básicamente, en ese relato un desprevenido unitario (sin la divisa rojo punzó que se exigía exhibir en aquel tiempo y sin el luto por la reciente muerte de la mujer de Rosas, Encarnación Ezcurra) irrumpe en las cercanías de un matadero regenteado por uno de los jefes de la Mazorca. Este considera esa aparición como una provocación y somete al unitario a un conjunto de humillaciones y vejámenes que le ocasionan la muerte.

Necesario es señalar que la lógica de la narración se vertebra en torno al empeño de Echeverría por patentizar la radical incompatiblidad de los protagonistas, pues estos no solo defienden opciones políticas antagónicas, sino que son portadores de anclajes culturales incomunicables. Piensan distinto, visten distinto, hablan distinto. En síntesis, una guerra civil desplegada en todos los registros.

Ahora, el punto clave es que Echeverría piensa que ambas facciones estando absolutamente equivocadas son plenamente legítimas. Esto es, la obra es palmariamente antirosista pero a su vez el transito extraviado del unitario simboliza la desubicación de los rivadavianos, que no alcanzan a entender cabalmente aquello que pretenden infructuosamente erradicar. Pero cuidado, en su mutua impericia para encarrilar los destinos de la nación cada contendiente es a su vez parte irrenunciable de ella.

No obstante, sobre este punto ambos miembros de la Generación del 37 discrepan. Pues si por un lado Sarmiento postula que ese vínculo dicotómico es insuperable por alguna variable de la armonía (de allí su conocido reclamo a Bartolomé Mitre luego de la batalla de Pavón para que no economice sangre de gaucho, o sus simpatías por la manera en que los Estados Unidos resolvieron tal dilema por la vía militar de la Guerra de Secesión), Echeverría y principalmente Alberdi tienden a explorar alternativas transicionales y menos traumáticas. Por cierto, el segundo ya lo había intentado al momento de escribir su “Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho”, donde califica al mismísimo Rosas como “hombre extraordinario”, admite que gobierna gracias al cariño del bajo pueblo y lo invita a subsumir su genuino instinto federal bajo la respetuosa cobija intelectual del grupo de jóvenes publicistas que el tucumano integra.

Rosas no mostró el más mínimo interés por tan pretensiosa convocatoria, los enfrentamientos se multiplicaron y sus enconados opositores apelaron a diferentes estratagemas para destituir al impertérrito Jefe de la Confederación Argentina. Primero el levantamiento militar de Lavalle con la complicidad del Oriental Colorado Fructuoso Rivera y más tarde la intromisión colonialista franco-británica, escandalosamente festejada por estos hombres que prefirieron la libertad obsequiada por los imperios a los rigores de Caudillos plebiscitados por sus pueblos.

Sin embargo, ambos no cejaron en la intrépida búsqueda de un Caudillo Progresista. Esto es, un dirigente de nítida prosapia federal que estuviese sin embargo dispuesto a promover aquello que Rosas negaba empecinadamente: una constitución y la nacionalización de los recursos de la Aduana. Ese maridaje entre espíritu civilizador y raigambre en la más profunda idiosincrasia americana se articuló bajo el liderazgo de Justo José de Urquiza; un otrora aliado del enemigo aborrecido, pero permeable a consentir el ingreso de la Argentina en la modernidad en auge. Este episodio, recordemos, convertirá a Alberdi y Sarmiento en adversarios irreconciliables. El primero se entusiasma con este hombre puente y el segundo lo denuesta, pues es peor que Rosas al camuflar bajo una apariencia conciliatoria su inamovible rostro bárbaro.

La figura de Urquiza autoriza la controversia, pero es difícil de aceptar que haya logrado sosegar definitivamente los fuegos dicotómicos de la patria. Por una parte, por su intermedio logró plasmarse una aceptable institucionalidad luego consolidada por Julio Argentino Roca, pero su sorpresiva claudicación frente a Buenos Aires en la batalla de Pavón y su apoyo posterior a la infausta Guerra del Paraguay lo condujeron a malquistarse severamente con Ángel Vicente Peñaloza y Felipe Varela, y a encontrar la muerte en las vengativas manos de Ricardo López Jordán. Emblema epigonal de una barbarie resistente y en vías de declinación que no obstante a cada paso resurge.

La historia argentina brindó por cierto otros ejemplos de tender lazos entre la civilización y la barbarie. En esa línea es significativo el caso del propio Arturo Jauretche, que tras el golpe de 1955 por un lado condena tajantemente la restauración oligárquica pero por el otro puntualiza las torpezas de Perón respecto de las clases medias y su indicación de kilombificar al país como forma central de resistencia. No tiene sentido, cree Jauretche, predicar desde el llano lo que no se hizo manejando el aparato del estado y buena parte de las Fuerzas Armadas.

El camino, por tanto, no era la insurrección encabezada por un errático conductor en el exilio, sino reconstruir el Frente Nacional explorando un sendero civilista que ofrecía en aquel entonces Arturo Frondizi. De otra manera, si Urquiza era el bárbaro que se hermanaba con la civilización, Frondizi era el civilizado que podría aunarse con la barbarie. El final de la intentona, es bien conocido, fue desastroso. El Presidente desarrollista se rindió al capital extranjero y ejecutó el Plan Conintes, el forjista se sumió bien pronto en la decepción y los ancestrales antagonismos se perpetuaron.

En un punto, cabe decirlo, Sarmiento no deja de estar en lo cierto. Contra la tontera de suponer que la denominada grieta la pergeñó el kirchnerismo, la virulenta colisión de voluntades abreva en las fibras más enraizadas de nuestra identidad. Malévola paradoja, el Presidente Macri la actualiza bajo el más deplorable formato, pues mientras se presenta como pacificador republicano silencia a periodistas que no son de su agrado y encarcela opositores con la cantinela de la corrupción.

Cargamento sustancial de nuestra prosapia como nación, estas pujas que anclan en el fondo de los tiempos son a la vez inevitables y fructíferas, en la medida que representan según quien se imponga destinos placenteros o aciagos para los sectores más postergados. Pero atención, y aquí las voces de la concordia no se equivocan, sin algún punto de conexión entre ambos polos toda noción de comunidad se torna imposible y cualquier proyecto de transformación deviene ingobernable.

El panorama desolador que nos legará Cambiemos requiere por tanto no a exponentes “racionales” y “moderados” de una tradición nacional-popular que será más pronto que tarde por ellos bastardeada, ni la negación de toda legitimidad a quienes se sienten incómodos en la fundante dicotomía, sino la construcción de una alternativa plebeya pero dialógica, firme en la defensa de la soberanía y justicia social pero dispuesta a rescatar todo lo que sea posible del sector todavía encandilado por la falsa civilización.