Los lectores de literatura de ficción tienen como artículo de fe que James Salter maneja el inglés americano mejor que ningún otro escritor de nuestros días. En la categoría de ficción, la buena escritura nos interesa porque la ficción es el lugar donde nosotros, los lectores, esperamos que la escritura sea lo más memorable, donde el virtuosismo en el interior de las frases se une a la implanificable energía de la imaginación, la aprovecha para una narración y hace real un acontecimiento completamente nuevo, tonificante e importante, dedicado al deleite y la renovación del lector.

Esto constituye una gran parte del atractivo básico de la ficción, que es precisamente lo que la hace o puede hacerla, apasionante. Y seguramente no hay intuición tan penetrante para los detalles del mundo y su nada obvia problemática emocional, ni mirada tan perspicaz para nuestra frágil naturaleza humana, como la intuición y la mirada de James Salter, como no hay tampoco nadie con la capacidad de Salter para convertir en frases tanta información e imaginación verbal con tanta belleza y exuberancia, y de un modo tan sorprendente, tan despiadado a veces, pero siempre apasionante.

Inevitablemente, desde luego (porque esto es América), tras los generalizados elogios de los logros de Salter acecha la normal maledicencia de que es objeto toda bella escritura; que es rebuscada, que es arte por el arte, artificiosamente embellecida y exclusiva y que en esa medida oculta la ausencia de algo decisivo –por lo general, la versión propia de un tema sustancial– que nosotros los americanos no soportaríamos (a menos que lo hagamos). “Iré a la ribera junto al bosque” escribió Whitman en Canto a mí mismo, “me quitaré el disfraz y quedaré desnudo...” Es como si para ser verdaderamente americanos y enunciar la verdad tuviéramos que dejar al descubierto nuestras partes menos bellas, transportar el pesado madero y astillarnos las manos... y las frases.

Sin embargo, en las frases de Salter no hay astillas, no aquí, no en el libro que tenemos ahora entre las manos, Años luz, publicado por primera vez en Estados Unidos en 1975 con gran éxito, arrastra los pesados maderos que probablemente necesitemos alguna vez todos nosotros, y lo hace en una prosa tan luminosa, tan refinadamente escogida y equilibrada que en el primer momento podríamos no darnos cuenta de que la novela apunta a temas graves, como son las posibilidades de supervivencia del amor, las desilusiones de la vocación y la decadencia de una cultura americana consumista pero insuficientemente inquisitiva, que se está muriendo como una estrella cuya luz seguimos viendo aun cuando el fuego lleva ya mucho tiempo extinguida.

Estos fragmentos pertenecen a la introducción que hizo Richard Ford a una edición de Light Years de Penguin, y que se incluye en la antología Flores en las grietas, publicada por Anagrama.