“Es el precio de la libertad”, le dice con alguna sonrisa el director Luis Ortega a Rosario/12. Se trata de la rueda de prensa que realizador y actores –-Lorenzo Ferro y Chino Darín-- dieran en la ciudad con motivo del estreno inminente –-el 9 de agosto-- de El Ángel, film dedicado a la figura y crímenes de Carlos Robledo Puch. Ortega está entregado de manera atenta a cada una de las notas. Quien ha visto y disfrutado de su cine intuirá que tales menesteres, tendientes a lidiar con la exposición pública, no deben resultar demasiado fáciles a la idiosincrasia del director de Monobloc y Dromómanos.

Pero ahora se trata de una película internacional, cuyo reparto incluye a Mercedes Morán, Daniel Fanego, Luis Gnecco, Peter Lanzani, Cecilia Roth, con la producción de nombres tales como Axel Kuschevatzky, los hermanos Pedro y Agustín Almodóvar, y Sebastián Ortega, hermano del director. Además, el film ya cuenta con una celebrada participación en el Festival de Cannes. Así que Luis Ortega es consecuente con la apuesta, mientras suma un capítulo mayor a una filmografía por demás consistente. “Es cierto, la verdad que es bastante incómodo. Los actores tal vez están más familiarizados al comunicarse con la prensa, las cámaras, pero sí, en un momento me pierdo, son muchos conceptos, muchas respuestas. Pero es el precio de la libertad, porque conté también con todo lo que necesitaba para realizar la película. De alguna manera tengo que corresponder ahora con un lanzamiento a la medida y eso implica estar presente físicamente para hablar de ella, para bancarla”, agrega el director.

-- ¿Qué es lo que encontraste de distintivo en esta historia, que te afectó y decidió a filmarla?

-- Básicamente, mi adolescencia. Cuando nos fuimos a vivir a Estados Unidos me hice amigo de un colombiano, que era hijo de un narco y vivía solo con la madre. La madre tenía una relación muy sensual con nosotros: dormíamos en la misma cama, nos ponía canales porno, nos llevaba a robar en casas vacías, tipo mansiones, donde nos metíamos. Esta relación muy curiosa que tenía mi amigo con la madre, me inspiró el personaje de Mercedes Morán, que tiene una atracción erótica hacia el amigo de su hijo. Toda esa voracidad por vivir, ese placer inexplicable de romper un cristal y de hacer cosas sin sentido, son todas cosas que tienen que ver con mi infancia. Y vi en este personaje la posibilidad de volcar un montón de emociones que tenían que ver con mi niñez y adolescencia, como estar seguro de que Dios estaba mirando, o de que todo esto era una película, o de que la muerte era un verso y no existía, que era parte del teatro de cómo tenía que reaccionar alguien si yo le disparaba, porque realmente no moría. Una sensación de que todo esto es medio un sueño, no del todo real, como esa lejanía con la muerte que uno tiene cuando es chico. Así que encontré en esta historia la posibilidad de volcar mi propia experiencia. Si bien nunca he matado a nadie, me parecía que no necesariamente matar te transformaba en un asesino. Porque no considero que el personaje de Carlitos, en la película, sea un asesino, sin embargo en la vida real sigue preso. Pero bueno, es un mundo muy confuso el de vivir las cosas religiosamente y con intensidad. Las reglas en realidad no están puestas, Dios no da la cara o no termina de darla, puede dar señales, ocurrir cosas que nosotros intuimos como destino, pero esta cuota de misterio desesperante que tiene la vida es lo que hace que valga la pena una película: no tener la respuesta, no saber por qué actuamos como actuamos, ni siquiera nosotros mismos saber por qué tenemos las emociones que sentimos. Somos rehenes de nuestros propios sentimientos, no es que seamos culpables. Es otra manera de mirar la vida, como un conjunto, antes que buenos y malos, culpables e inocentes.

La caracterización de Lorenzo Ferro en la piel del joven Puch es uno de los hallazgos mayores de El Ángel. El título del film, de hecho, es él, en quien toda otra expectativa se cifra. Más aún, es con (y a partir de) él cómo Ortega habrá de bordar su personal visión de mundo. Al respecto, el realizador explica que “con Lorenzo empezamos por bailar durante meses y meses, porque yo quería que él se moviera como una mujer, que estuviera desprejuiciado, porque la figura de Robledo sugería una ambigüedad. Después está el tema de las armas: cómo un arma puede modificar todo en una escena sin ser tocada, sólo estando sobre una mesa. Y cómo el riesgo de vida, el peligro, resignifican la existencia. Cuando tu vida está en peligro cobra valor, mientras tanto, uno está como en una especie de muerte cerebral. Si te vienen a robar volvés al presente, si estás teniendo sexo también es otro momento donde uno está en el presente. Básicamente, cuando uno se aleja del pensamiento y se va a lo que es más animal, a lo que es estar vivo. Es una película que explora muchas capas de la existencia”.

 

La caracterización de Lorenzo Ferro es uno de los hallazgos mayores de El Ángel.

 

-- Pienso en tu película Lulú, cuando Nahuel Pérez Biscayart cruza la calle con un arma y nadie se da cuenta, o cuando abandonan al bebé en la vereda y una mujer se sorprende de verdad. Hay una tensión peligrosa en tu cine, que asalta al espectador.

-- Creo que la vida tiene esos momentos muy especiales, que resaltan sobre otros, y yo añoro esos momentos porque uno lamenta que estemos todos tan alienados y anestesiados. La idea para mí del cine es realzar estos momentos donde decís “¡estamos vivos, qué locura!”. Es inabordable estar vivo, es inabordable con la razón, incluso con los sentimientos. Si puedo transmitir una película que te den ganas de vivir, aun siendo la historia de un asesino, si podemos dar una inyección de adrenalina y de vitalidad y revalorizar la vida, para mí es misión cumplida.

-- Y salirse de tanto cine trivial, al que tu cine inevitablemente confronta.

-- De hecho, hay muchos periodistas que medio te acusan de no haber hecho un policial siniestro y perverso, como si yo hubiese querido justificar al personaje real. Pero no pasa por ahí, sino por aprovechar la oportunidad para arrojar luz.

-- El guión, coescrito junto a Sergio Olguín y Rodolfo Palacios, debió ser todo un pleito, viniendo cada uno de un área específica.

-- Fueron charlas interminables, muy placenteras, porque ahí está el crisol donde se empieza a coser todo, donde tirás todas las ideas y de alguna manera las ves bajar. Tenés delante a un amigo al que le estás hablando, él está pensando, y de repente ves cómo le entró la idea y te la dice. Podés ver con tus ojos cómo surge el proceso creativo de un momento a otro, cuándo surge la idea o la imagen. Eso, con amigos tan creativos, es de una complicidad conmovedora. ¡Loco, estamos haciendo esto juntos! Es muy emocionante.