Todo cambió cuando Gayoso, que acababa de recibir el título de Escribano Real de las Indias, decidió abandonar las tareas rurales y transfirió todos sus derechos de la merced a favor de Vera Muxica, quien se convirtió en el mayor propietario del Pago de los Arroyos. Las tierras donde pastaba mi ganado disperso en la zona, cuereado incluso sin permiso por desconocidos, ya no eran de mi socio.

Necesitaba otra zona para mis animales. Ese lugar estaba cerca, del otro lado del arroyo Saladillo. Solo era cuestión de gestionar a través de mis contactos familiares –el capitán Juan Gómez Recio, a la sazón alcalde ordinario de Santa Fe– una merced sobre esas tierras, hasta entonces fiscales, demostrar mi pureza de sangre, que la obtendría con el certificado de la autoridad religiosa.

Concédele la merced real para el ilustre capitán de caballos de los Reales Ejércitos de su Majestad, sus hijos y descendientes por sus méritos y servicios y por ser hijo, nieto y bisnieto de los primeros conquistadores y así mismo por ser noble y casado con mujer de igual calidad”, decía la orden de José Antonio de Herrera y Sotomayor, gobernador de las Provincias del Río de la Plata.

El 27 de diciembre de 1669, a las cuatro de una tarde clara, firmé y tomé posesión de cuatro leguas y media en el paraje del Saladillo, como a veintiocho leguas de la ciudad de Santa Fe,  entre los parajes que llaman de Salinas y Matanzas.    

El juez Agustín Gómez Recio de Villagrán me dio la posesión de las tierras referidas y me tomó el brazo derecho, a modo de señal de  posesión real jure domine vel quasi de dichas tierras en concurso de gente.

Tuve a mi disposición una vasta heredad, con todas sus entradas y salidas, aguadas, montes, lagunas, para fundar estancias, desde el río Paraná al este; el arroyo Salinas, al norte; La Matanza, al sur, y al oeste todo lo que no tuviera dueño, todo fondo con tierra vacua, “y hagáis de ellas a toda voluntad como cosa propia por este título que ahora os doy”, me dijo.

Dejé Santa Fe y me trasladé al Rosario, y en medio de la soledad y la distancia amarga, levanté una estancia a la que llamé “La Concepción de los Arroyos” en la desembocadura del Saladillo, con permiso de vaquería, construí un humilde oratorio al que llegaban feligreses del extenso campo que nos rodeaba; afinqué a mi familia, a mis hijas Juana y Francisca con sus maridos, Juan Bautista “el mozo” Gómez Recio y Cristóbal González Recio; hermanos y hermanas bajo un mismo techo, a peones, hice corrales para ganado, lecheras y terneras, yeguas, caballos de lazo, mulas, ovejas, burras y bueyes, levanté una atahona mal trazada que solo tenía de bueno el herraje, concedí arriendos y ocupaciones precarias; llegaron otros santafesinos, Antonio Ludueña, José de Villarreal, Francisco de Farías, Pedro de Acevedo.

El Rosario no tiene fecha de fundación real ni piedra fundamental ni acta notarial, ningún conquistador desembarcó acá con armas, caballos y pertrechos para levantar una fortaleza en tierra firme; enarbolar y clavar un palo para rollo en nombre de su majestad y la justicia, y de la Santísima Trinidad y de la Virgen Santa María y de la universidad de todos los Santos.

Yo, Luis Romero de Pineda, fui un mercader. También podrán decir que fui el primer poblador del Rosario.