La edición 16 de Bafici Rosario, con sede en El Cairo Cine Público (Santa Fe 1120) y organización de Calanda Producciones, continúa y culmina mañana con una selección cuidada, meticulosa, de algunas películas partícipes en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. Tras las proyecciones de Las hijas del fuego –Premio a la Mejor película argentina en competencia, con presencia en sala de su directora, Albertina Carri-, Algo quema (Premio Fipresci), de Mauricio Ovando, quien recorre la historia de su abuelo, Alfredo Ovando Candia, uno de los responsables del asesinato del Che Guevara; y 50 chuseok, de Tamae Garateguy, protagonizada por Chang Sung Kim, quien acompañó la exhibición; el programa prosigue con panel y films a atender.

Hoy a las 16, tendrá lugar el panel de título “Producir y Dirigir Cine, Aquí y Ahora”, con la participación de los directores Hernán Roselli (Mauro, Casa del Teatro), Martín Benchimol (La Gente del Río, El espanto), la productora Mayra Bottero (El espanto), la realizadora y productora local María Langhi, y este cronista. Será una buena oportunidad para poner en acto las problemáticas del cine argentino, conforme a las realidades diversas que el territorio del país conoce así como desde el impacto supuesto por las políticas implementadas desde el Incaa.

En El espanto, Martín Benchimol y Pablo Aparo construyen el retrato de un pueblito del interior bonaerense.

El panel, asimismo, será prólogo de relieve para la proyección posterior, a las 18, de El espanto, en donde Benchimol y Pablo Aparo construyen una película dedicada al retrato de un pueblito del interior bonaerense, en donde sus habitantes confían en los poderes curativos y en su comunión de fuerzas para superar toda enfermedad. Todas menos “el espanto”, ese malestar habitual en las mujeres, dicen, que obliga a un tratamiento especial. Nadie se hace cargo de algo semejante. Nadie, menos uno. Hacia él se dirige el film, para también descubrir en qué consiste el particular tratamiento de cura.

Casa del Teatro, que el director Hernán Rosselli dedica al actor Oscar Brizuela, despliega una mirada atenta.

De todos modos, El espanto admite mucho más que lo referido, ya que ello oficia a manera de anécdota. Entre líneas se cuelan otros comentarios, provistos por decires nada ingenuos y gestos que traicionan, mientras se articula un malestar que enrarece. ¿Qué es lo que guardan las entrañas de El Dorado, pueblo de vida mentirosamente quieta? En ese silencio de noche y amanecer se hunde la película, desde un tratamiento formal clásico, con los entrevistados a cámara y en sus intimidades, y vale por eso detenerse en las paredes, adornos, indumentaria y partícipes familiares varios, siempre integrantes del encuadre. El espanto delinea un micromundo que se repliega sobre sí. ¿Cómo habrán logrado ingresar allí, justamente, los realizadores?

A las 20.30 será el turno de Casa del Teatro, la película con la que Hernán Rosselli dedica cariño de cine al actor Oscar Brizuela, residente en la Casa del Teatro de Buenos Aires. Un llamado telefónico, como pista a desandar, será el despunte desde el cual indagar en el motivo de esos diálogos, en el nexo con la historia del protagonista, en su trayectoria artística y los desvaríos familiares. Afectado por un ACV, Brizuela lleva adelante un pleito con la memoria en el día a día, mientras evoca aquel pasado en donde su belleza supo embriagar a Libertad Leblanc, quien le abrió las puertas de la actuación.

Pero no se trata de un film nostálgico ni mucho menos, provisto como está de una mirada atenta, que espera al entrevistado y sus tiempos, que refiere sus cuestiones afectivas con sumo cuidado, sin indagar más allá de lo que los recuerdos malheridos permiten, bien lejos de la imprudencia. Importan más esos lazos no resueltos, el amor tal vez roto con un hijo o su única fotografía. Mientras tanto, el andar lento del actor se relaciona con un entorno en donde las memorias de las tantas luminarias de otros años descansan en las paredes, junto al impulso innato por el canto y el baile porque, después de todo, es una cámara la que los y las observa.

Mañana, a las 20.30, podrá verse una película cuanto menos extraordinaria. Se trata de Teatro de guerra, en donde la realizadora Lola Arias practica una puesta en escena que descansa en la intimidad compartida entre seis veteranos de la Guerra de Malvinas, argentinos e ingleses. El resultado es apabullante, contiene una sensibilidad que, a pesar de lo premeditado de las acciones –en estudio, al aire libre, un bar, una escuela, en planos quietos y amplios- no puede ni quiere evitar la emoción y, justamente, lo indecible. Es en ese lugar profundo, para el cual no hay imagen posible, el que intenta Teatro de guerra. Atreverse a tal tarea, desde recursos que resultan sorprendentes por mínimos, casi impostados, en consonancia paradojal con la veracidad indudable de sus protagonistas, sus palabras y, fundamentalmente, sus silencios, hace del film de Arias una apuesta llamada a inscribirse como una de las mejores propuestas cinematográficas ensayadas alguna vez sobre Malvinas y el dolor.

Cuando se escucha a Sumo y los protagonistas bailan, así como cuando evocan -–siempre metalingüísticamente-- los hechos de combate –-uno de éstos, en particular, es el que organiza al film todo--, o cuando hacen música y cantan como grito “¿alguien estuvo en la guerra?, ¿alguien vio morir y tuvo que matar?”, son momentos así los que logran un cine puro.