Una de las conquistas más importantes del cine argentino en los últimos veinte o treinta años, no tan pensada tanto en ámbitos críticos como sí sucedió en el ámbito de la dirección, fue el violento cambio de paradigma actoral. En este período el cine argentino mudó sus instalaciones, de la Escuela Lito Cruz a la Escuela Ricardo Darín & Hijo. Hasta los 80 imperó, tanto en cine como en el teatro argentino, una escuela de línea Stanislavsky/Strasberg, proveniente del Hollywood de los 40 y 50 y representada en el mejor de los casos por el susurrante Marlon Brando, hasta un límite tolerable por el gimiente James Dean y rebasando ese límite por gesticuladores profesionales como Rod Steiger. La escuela del Método. Estilo hipervisible, en el que el actor se planta bien en el centro de la escena, “puesto” en el personaje y envuelto en una burbuja de matices vocales, pronunciados silencios y gestos estudiados, llamados a convertirse en foco de atención del público.

Ese estilo, en el que el actor pasa a ser más importante que la obra, genera una inversión de la lógica dramática. En 1980, tras haber producido un tajo definitivo en el cine argentino dos años antes con su extraordinaria ópera prima La parte del león, Adolfo Aristarain es invitado a sumarse como realizador a una serie de comedietas, con las que el sello Aries buscaba explotar un enorme éxito musical de la época. Dirige dos: La playa del amor y La discoteca del amor. Ambas están protagonizadas por un muchachito de veintipico, apuesto y de ojos pícaros, hijo de actores, que desde hacía unos años venía haciendo sus pininos en la tele. En escena, Ricardo Darín aparecía amigable, económico, creíble, seguro y funcional. 

A partir de 1993, cuando Alberto Lecchi, ex director asistente de Aristarain, lo convoca por primera vez para un film dramático, Perdido por perdido, convierte esa sencillez, economía y funcionalidad en técnicas actorales. En el ciclo que va de El faro (1998) hasta El secreto de sus ojos (2009), el ex “galancito” demuestra que es más noble y bueno ponerse al servicio del personaje y la película, confiando en el magnetismo de la irradiación personal, que intentar hacer de cada papel un unipersonal en competencia con la obra. “Siempre hace de sí mismo”, protestan algunos, olvidando que todos los actores –se llamen Olivier, De Niro, Pacino o Depardieu– siempre hacen de sí mismos, en tanto el cine es una máquina que fotografía a una persona. Y ésta, por más que no quiera, es siempre igual a sí misma. No es en la apariencia sino en los matices donde hay que buscar las diferencias, y en este sentido el Darín de El hijo de la novia no es el mismo que el de Nueve reinas, así como el de El aura tampoco el mismo que el de El secreto de sus ojos. 

El derrocamiento de Narciso operado por la Escuela Darín (que en poco tiempo más pasará a ser dirigida por su heredero, Chino Darín) no hubiera tenido lugar si no se hubiera producido en forma paralela en el cine y el teatro, por lo tanto también poco después en televisión. Desde los años 80, maestros como Alberto Ure y su sucesor Ricardo Bartis dieron la espalda al Método, para trabajar con técnicas que tendían a poner en cuestión, más que a consolidar el ego del actor. En los 90, la ola de Rubén Szumacher, Federico León, Daniel Veronese, Rafael Spregelburd, Javier Daulte, Alejandro Tantanian, Claudio Tolcachir & Cía terminó de barrer las últimas motas de Método que quedaban en el piso. Basta ver las actuaciones de algunos de ellos mismos en cine (el hierático León en Todo juntos, un temible Tolcachir en El ardor, el imponente Veronese de Zama, un multiplicado Spregelburd en cinco de cada diez películas indies) para apreciar hasta qué punto el actor de teatro no llega ya, como en los 80, a un medio que lo único que puede proveer es algo de dinero, sino a uno no tan distinto, en términos de posibilidades creativas. Esta noción y la contraria: que en términos estéticos se trata de medios tan distintos que exigen repensar todo de nuevo. 

Como resultado de este doble juego de pinzas, el cine argentino contemporáneo se sostiene sobre notables actuaciones ya no sólo del protagonista, como en los primeros tiempos de Darín, sino del elenco completo. Películas como El amor menos pensado (Darín, Mercedes Morán, Jean Pierre Noher, Andrea Politti), El ángel (Lorenzo Ferro, Chino Darín, Daniel Fanego, otra vez Morán, Peter Lanzani, William Prociuk) o la inminente La flor, con su florilegio protagónico de Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa corroboran que se vive una nueva edad de oro.