De un tiempo a esta parte, Eduardo Rinesi revisa los conceptos de libertad, república, derechos. Desde su extraordinario libro Política y tragedia, donde apela a Hamlet para escenificar a los maestros de los estudios políticos, Hobbes y Maquiavelo, ha intentado trabajar la idea de un individuo potenciado por la vida en comunidad, donde un derecho es el resultado de la participación y la acción colectiva, y no una cláusula enajenada, fría y abstracta, escrita en una piedra  para siempre. Los derechos no se heredan de un modo individual, parece decirnos, sino que se conquistan. Aunque el ejercicio de un derecho pueda ser de carácter individual, el acceso al mismo es tarea colectiva. Nada más claro en nuestra agenda actual que la campaña por el aborto legal, seguro y gratuito, donde se vio esa combinación entre el palacio y la calle, entre los medios y los símbolos, entre la academia y las instituciones. ¿Es posible transformar en democracia? Pero esa idea rinesiana, tan característica de su obra prolífica –artículos, ensayos, muchos otros libros– ha sido escrita a caballo, o en el mientras tanto, de su participación política y pública, que lo ha llevado a ser nada menos que rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento. Lo que subyace a su pensamiento es uno de los aspectos que obsesiona al debate político intelectual de la Argentina, al menos desde la legendaria revista Controversia del exilio mexicano a fines de los 70, en el atardecer de las tesis y las fuerzas revolucionarias: la posibilidad del cambio social, la ampliación de derechos, por medio de la reforma política. 

El centenario de la reforma universitaria, acontecido en la docta Córdoba durante varios meses de 1918, tuvo sus puntos más altos durante junio, con la toma del rectorado y la lectura pública del imperecedero y bellísimo texto político Manifiesto Liminar de la juventud cordobesa a los hombres libres de Sudamérica. Tenía que ser, y lo está siendo con creces a lo largo y ancho del país, un momento para conmemorar y rediscutir, precisamente, la relación entre reforma y transformación, política y sociedad, universidad y pueblo. De modo que Eduardo Rinesi estaba invitado de antemano a este convite, y así fue. Lo que produjo fue una serie de columnas semanales de radio sobre 18 huellas –aspectos, aristas, dimensiones– para pensar la reforma de 1918, que se emitieron en el programa Te digo y te repito de FM La Uni 91.7, contenido que circula además a través de la red de radios universitarias, y que ahora recibimos en formato libro. Este gesto le da un doble sentido a la conmemoración. Por un lado, la creación de 18 textos breves que parafrasean o juegan con la idea del texto declamativo del propio Manifiesto Liminar, lo cual permite acercarse de un modo rápido y sustancioso al fenómeno político y cultural. Y por otro, la idea atractiva de hacerlo en columnas de una radio universitaria, de una universidad joven del conurbano bonaerense, que transmite diariamente con programación propia a la comunidad. Y esto pone al asunto, volviendo al libro que comentamos aquí, en una zona de impacto adicional. Porque el libro 18 huellas resulta ser, como antaño sucedía en los cursos de ingreso a la universidad cuando se daba a leer Juvenilia de Miguel Cané, bibliografía obligatoria para todo joven argentino aspirante a ser parte, a vivir, formarse y disfrutar de cualquiera de las 57 universidades nacionales, estatales y populares de Argentina.

¿Por qué? Este año de conmemoraciones hemos visto la publicación de otros libros y colecciones igualmente notables que aluden al tema directa o indirectamente, que han escrito docentes e intelectuales sobresalientes de todo el país: Diego Tatián, Horacio González, Hugo Biagini, Natalia Bustelo, Alejandro Eujanian, Diego Mauro, Natacha Bacolla, Valeria Manzano, Adriana Petra, que se suman a las reflexiones clásicas de Gabriel Del Mazo, Alfredo Palacios, Juan Carlos Portantiero, o más cerca en el tiempo Pablo Buchbinder o Martín Bergel. En las páginas de Rinesi, como expresión sintética de esos pliegues mayores de la cultura latinoamericana, se ven desfilar, mostrando la diversidad política de la trama en cuestión, al cordobés Deodoro Roca y al socialista Manuel Ugarte. Y sabemos por Adriana Petra, a través de su reciente tesis, que la reforma llega a José Ingenieros, Aníbal Ponce y Héctor Agosti por la rama comunista. Y sabemos que en Perú José Carlos Mariátegui se interesó por la reforma, y que Raúl Haya de la Torre la llevó en su exilio al México de José Vasconcelos y luego fundó el APRA, partido político latinoamericano hijo de la reforma universitaria. Y que Julio Antonio Mella, en Cuba, y tantos otros, se inspiraron en ella. En tal sentido, y para entender la repercusión continental del acontecimiento puede verse, por estos días, en el Museo Casa Ricardo Rojas, una exhibición de documentación del escritor radical y nacionalista, donde se halla el original de un telegrama enviado por Deodoro Roca al propio Rojas el 18 de abril de 1918, días antes de la revuelta. Casi como un mail escrito en pleno trance, al galope de esos días, Deodoro le dice a Ricardo: “Buenos Aires si quiere que esta hora tenga repercusión americana y no remate en sacrificio estéril la heroicidad de estos nobles muchachos debe dar su grito más fuerte. Estamos rompiendo aquí las cadenas con que se quiere encadenar la libertad de las generaciones actuales”. No era un año ni un momento casual. Era el tiempo del trienio bolchevique, como diría el historiador español Juan Díaz del Moral, de 1918 a 1920. Las juventudes de Córdoba y América son hijas del americanismo de José Martí y José Enrique Rodó, pero laten al ritmo del pulso que irradian las revoluciones rusa y mexicana.

Hay otros motivos más cercanos en el tiempo para pensar la reforma como acontecimiento cultural y popular. La reforma en tanto conjunto de principios que rigen la vida universitaria tiene plena vigencia en Argentina desde el regreso de la democracia, y todas las universidades que han sido creadas desde entonces la tienen en su basamento doctrinario e institucional. Cogobierno, libertad de cátedra, gratuidad, extensión, investigación. En 1918 habría tres universidades: la jesuita Córdoba, la independiente UBA y la flamante La Plata. Hoy existen 57 universidades nacionales en todo el país, y si sumamos las de gestión privada llegan al centenar. Hace cien años estudiaba una minoría, hoy lo hacen millones. 

Pero hay algo más en la experiencia universitaria, que puede verificarse en las instituciones nuevas del conurbano y del interior del país, donde ingresan y se forman primeras generaciones de argentinos universitarios, hijos de obreros, empleados y trabajadores, mucho de ellos desocupados. En cada uno de esos sitios, la universidad pública a veces es el único espacio de sociabilidad y formación, donde vida cultural y social, entendida como el acceso a participar, producir, disfrutar, compartir cultura, deporte y valores, se manifiestan como opciones casi dependientes de la universidad. Y es, también, de los pocos espacios de producción de conocimiento e innovación, y lugar de crítica económica y social a los poderes establecidos. Y esa pauta, al recorrer el país por distintos motivos, nos hace pensar, quizás, que tal vez la universidad haya sido la mejor construcción colectiva que han dado estos años de democracia argentina. Y que defenderla en las aulas y en las calles es, tal vez, el mejor homenaje en el centenario de su apertura al pueblo y al futuro.