Oír su oír mientras mueve su boca entera antes de que salgan los sonidos, hay orquesta en la mandíbula de Busi. Infla cachetes, mueve la lengua de un lado a otro y el retumbo asoma por el vestíbulo entre los labios que ahora se despegan. ¡Qué súplica implicar esa aparente  invisibilidad al asombro!, ¿cuántos silbidos guarda esa boca? 

¿Cuántos más van a salir de esos arcos alveolo-dentarios? Su voz anhelante marca el compás mientras se oye el ruido de una mordida seca que se repite, rachas de voz cortadas por rachas de subsuelo, Busi está cantando su música, una música sin etiquetas (fusión de mbaqanga, maskanda, marabi y música tradicional zulú con jazz, funk, rock, reggae, góspel...) y símbolo de la lucha por la justicia en Sudáfrica.                                                   Vivió muchos años en el  exilio (el apartheid la mudó obligada a Portugal, a América del Norte, a los Países Bajos y al Reino Unido) y  muchos más peleándole al cáncer de mama que la mató. Entre esas guerras reinventó la música de sus raíces zulúes (acopio masculino salvo poquísimas excepciones: Miriam Makeba, Dorothy Masuka y la princesa Magogo, entre otras), que ahora recrean cantantes cubanas en Peckham y Deptford, la Londres viva. Grabó algunos discos –Urbanzulú, lanzado el 5 de febrero de 1999 da vueltas por las redes–, se unió a compañías itinerantes, hizo teatro musical, se casó, asesinaron a su primer marido y durante años perdió contacto con su hija. Nunca cobró las regalías que merecía y quedó detrás de la puerta de las discográficas más importantes de su país. Su primer disco solista, Babemu, tuvo sello holandés, después llegaron algunos premios, claro, pero eso fue después. Vivió una vida de mudanzas moldeada por salvoconductos y fugas sostenida solo por esa voz suya que pasaba del suspiro sonoro al rugido en una sola nota, todo un arte que tal vez aprendió en el pueblo de montaña, Inanda, en el que creció junto a una familia de músicos. Consuelo armónico. El verbo fue un concurso de talentos que organizó la Gallo Record Company de Johannesburg, Busi se presentó, cantó My Boy Lollipop y ganó. “Yo era una nena, de verdad, y sí, realmente estaba rockeando con My Boy Lollipop. (...) En ese momento era una alegría, no sabía nada de la estafa que se venía, ni de negocios. Siempre estaba cantando, en la escuela, después de la escuela (…) siempre estaba castigada porque estaba distraída pero yo sabía que cada vez que me castigaban era porque yo estaba detrás de algunas notas, de una banda, o simplemente un hombre tocando la guitarra”.  La reina del rock, del funk, del blues y del soul zulú, la chamana estilosa de lírica liberadora, escuchaba a Prince, a Eve Cassidy y también a Piaff, a Nusrat Ali Khan, a Moses Molelekwa y a Osibisa. Alquimista del tambor y del riff de una guitarra, se autobautizó Vickie (durante la década del sesenta) pero después fue siempre Busi Mhlongo, la sangoma (sanadora), la bailarina de pasos adustos sobre escenario y una diva que escondía un maremoto entre los huesos de su cuerpo frágil y menudo cuando componía una ópera con una sola de sus arias zulú. 

Vivió viajando porque la persiguieron y porque la quimioterapia la esperaba en hospitales al otro lado del océano; ella tenía otra versión, decía que el motivo de sus vaivenes perpetuos había sido la música, “siempre me mudé por la música, la música ha sido mi boleto”.