En este momento, lo más lógico sería esperar que Macri intente la medida desesperada de echar a los responsables del equipo económico y al jefe de Gabinete (evitar chascarrillos acerca de que debiera despedirse a sí mismo). Desde ya que sólo se trataría de contestar a la coyuntura estricta, para ganar tiempo no se sabe rumbo a qué lugar. Pero es imposible seguir suponiendo que con estos nombres ya totalmente incendiados pueda haber algún lugar que no sea la profundización perpetua de la crisis.

El nivel de desconcierto oficial llegó ayer al punto de que Marcos Peña desmintió al propio Macri, al señalar por la mañana que no está cerrado el acuerdo con el FMI para que adelante los fondos reaseguradores de pagarle hasta el fin de los tiempos.

Como señala Mario Wainfeld en la columna que acompaña esta edición, el olor es más a 1989 que a 2001 por el efecto del traslado a precios internos de la irrefrenable trepada del dólar. En principio y nada menos, el sistema bancario tiene estabilidad. Sí habrá que ver cómo se resuelven las grietas del bloque dominante. ¿El insaciable flanco agroexportador proveerá colaboración? Y aun así, ¿alcanzaría?

Ocurre que todas las gestualidades se mimetizan con la crisis de comienzos de siglo, empezando por una imagen presidencial cuya asimilación con Fernando de la Rúa es inmediata. Macri está empecinado en que se produzca ese efecto, no sólo con su rictus de hombre desgastado sino, y sobre todo, a través de persistir en una fraseología aislada de la realidad que hasta podría tomarse como una provocación de no ser por venir de quien viene. Lo mismo vale para los desvaríos de la doctora Carrió, quien ahora no tiene mejor idea que encomendarse a la Biblia. 

Se suma que no hay tampoco una sola figura del elenco gubernamental capaz de brindar algún rasgo de solidez, como si se tratara de que incluso los más aptos discursivamente se plegaran al contagio zombie. La increíble conferencia de prensa de Nicolás Dujovne fue apenas un botón de muestra. Es gente vencida, completamente presa de no poder hablar más que de ajuste.

También sería lógico que comience a pensarse, con mayor profundidad, en cuál salida política se encontrará para este desmadre económico sin retorno. En ese aspecto, suenan nombres reaparecidos que fueron parte fundamental del (otrora) asentamiento macrista. El arco de acuerdo opositor necesita la amplitud más vasta posible, pero no deberá ser a costa de incluir engendros que son constitutivos del problema y jamás de la solución. En este espacio viene hablándose hace tiempo de medir el escenario posmacrista, porque no se requería de porte adivinatorio alguno para pronosticar el destino estructural del modelo. De ahí a confiar en eventuales esquemas salvadores de la mano con variantes opoficialistas, hay mucha diferencia. Y riesgo.

Vuelve a carecer de sentido discutir si esto es parte de un plan perfectamente premeditado, para asegurar las ganancias estremecedoras de los especuladores garantizados desde el Banco Central (y la devaluación brutal de los ingresos asalariados), o si acaso es nada más que una cuestión de ineptitud. Como quiera que sea, la sociedad argentina retrocede a las peores circunstancias económicas de su historia y, por lo tanto, también es conveniente preguntarse por las reacciones populares de corto y mediano plazo. 

Hiper, corralito, planes Bonex, default. Cualquiera de los términos puede caber. El límite, sea lo que fuere que esa palabra quiera decir, estará en el golpe definitivo a las expectativas de la clase media. Eso sí es lo que sucedió en 2001, y fue el quiebre.

El Gobierno está nocaut, según ya reconocen sus propios gurús. Sólo le queda la compasión su aparato mediático, que ayer volvió a mostrar fisuras de comunicadores indignados por los problemas de “comunicación”, pero los cuadernos ya no alcanzan.