Medio siglo atrás, tomar posesión de ese espacio simbólico que es “la calle” significaba la posibilidad de entrar en la historia. Así lo supieron Daniel Cohn-Bendit y todos los que protagonizaron en 1968 el Mayo Francés, capítulo angular de una serie de protestas estudiantiles que derramaron por el mundo y que tuvieron en Argentina un episodio inolvidable: el Cordobazo de 1969. Si bien este hecho tuvo origen en el ámbito obrero y gremial, el recurso humano de la movilización provino en gran parte también de organizaciones universitarias. Fue la primera vez que la juventud argentina irrumpió en la escena pública como un sujeto activo con cierto espíritu colectivo.

En ese entonces era apenas un recorte de toda la juventud –sólo la que podía ir a la universidad, en general de clase media–, aunque la novedad de aquel discurso juvenil residió en que se extendió a toda la sociedad. Esto sucede cuando las personas se ven empujadas a tomar posición en asuntos que no las afectan directamente en su vida cotidiana, pero que igual expresan en su pensamiento, en su forma de observar “las cosas”.

Casi 50 años después del Cordobazo, la juventud argentina acumuló numerosas representaciones públicas, aunque ahora el segmento universitario recobra cierto protagonismo orgánico a través de numerosas y simultáneas acciones de protesta ante el recorte violento que padece y padecerá la educación universitaria. La más visible fue la épica marcha de ayer hacia Plaza de Mayo bajo la lluvia, el frío y la desazón provocada por la estampida del dólar. Una postal amplificada de lo que, en simultáneo, ocurrió en absolutamente todas las provincias del país.

Se trata, en esencia, de una discusión refractada en dos grandes direcciones. Una refiere al ámbito específico de la educación publica, en particular de la universitaria, sometida por sucesivas medidas políticas enfocadas en el envenenamiento a goteo: recortes y reasignaciones presupuestarias, merma en el mantenimiento edilicio, cierre de programas, asfixia de becas, incluso quita de terrenos (el caso de la Unsam) aparecen un día por aquí y otro por allá. La miserable paritaria salarial (un aumento del 15 por ciento cuando la inflación anual se estipula en al menos el doble) es el telón de fondo de los demás cañonazos.

A eso se le agregan además discursos oficiales para nada inocentes, como el del ministro de Educación, Alejandro Finocchiario, hablando de una alianza troskokirchnerista, lo cuál revela el subconciente cambiemita de ubicarse ajeno a todo lo que provenga del campo popular. O como el de la gobernadora bonaerense, María Eugenia Vidal, diciendo que los pobres no van a la universidad, y no tanto como una opinión personal sino con el deseo de influir en una discusión mayor. Precisamente ésa en la cuál el Gobierno pretende proyectar este debate trasversal.

Es que dentro de poco se definirá uno de los asuntos más sensibles del futuro inmediato de Argentina: el presupuesto 2019. Cuánto, dónde y cómo el Estado gastará su plata durante el año próximo. Y será la primera vez que se discutirá bajo las últimas condiciones que impuso el Fondo Monetario Internacional. El Gobierno necesita aplicar tijera fuerte en todas sus reparticiones, pero como es poco simpático reconocerlo, va apelando a una serie de discursos emocionales con un mismo patrón común: la idea fuerza de que todo lo que signifique gasto es malo para el ciudadano que paga sus impuestos y financia a un Estado que no debe derrochar, por eso significa dar oportunidades a quien no las merece. La meritocracia como una forma de metaforizar con elegancia el “sálvese quien pueda” que bien podría haber sido el slogan de campaña de la alianza Cambiemos.

En ese contexto se produce esta discusión alrededor de la educación universitaria que lleva en todo el país reacciones como hace tiempo no se veían. Hay un millón y medio de estudiantes más 200 mil trabajadores, entre profesores y no docentes. Todo eso representa casi el 4 por ciento de los habitantes del país. Es una población mayor a la de veinte de las provincias argentinas. El desmantelamiento de todo un sistema de enseñanza e incorporación de conocimiento los paró a todos de manos. O casi: patética y lamentable fue la reacción de Franja Morada, más preocupada por cuidar sus kioscos políticos y comerciales que por reivindicarse ante una historia que la alojará en la oscuridad.

En Córdoba, la policía ingresó a la Facultad de Derecho para impedir una asamblea estudiantil. Lo hizo a instancias del propio decano, quien acusó una amenaza de bomba anónima. Fue el mismo día en que 80 mil personas se movilizaron por el centro de la capital provincial en adhesión al reclamo docente. En las universidades de Rosario y Cuyo fueron tomados los rectorados al cabo de fuertes movilizaciones, medida luego replicada en otros lados. Desde el norte, en Salta y Jujuy, hasta el Comahue, en plena Patagonia, también se realizaron asambleas y vigilias en los edificios. Lo mismo en Posadas, Tucumán, también Bahía Blanca. El miércoles de la semana pasada hubo actos y movilizaciones en 60 ciudades.

Dos días más tarde, el viernes, más de 70 cátedras de la Universidad de Buenos Aires dieron clases en Plaza de Mayo. La mayoría de las facultades de la UBA promueve diariamente clases públicas, generalmente en zonas comunes de cada edificio o incluso en la calle. Fue el caso, por ejemplo, de la sede Independencia de Psicología, cerrada por un corte de luz que Edesur no atiende pero con gente filmando desde adentro lo que ocurría en la vereda. Filosofía y Medicina fueron otras de la UBA que hicieron cortes y asambleas. Son 57 las universidades nacionales que tomaron medidas frente al perverso recorte que el Estado planea con un orden estratégico que no tiene en otros asuntos.

Es cierto que el acceso puede ser más universal, que las universidades pueden estar mejor distribuidas en el amplio territorio argentino, que las metodologías pedagógicas pueden ser más modernas y que los contenidos pueden ser más audaces y atractivos. Todo está claro. Tan claro como que esto no podrá ser mejorado en un contexto de asfixia presupuestaria como el que el Gobierno planea asestar.

Mientras tanto, la sociedad se enfrenta a la indolente sensación de sentirse débil frente a los avances vaciadores de un Gobierno cuyos representantes (dato no menor) provienen de universidades privadas. Las mismas que durante años dieron clases sobre cómo manejar la economía y los recursos de un Estado que hoy saquea. La única salida, de momento, sigue siendo la calle. Un mecanismo de trinchera para mantener el asunto en una agenda distraída con el affaire de los cuadernos Gloria y la fuga de dólares prestados por el FMI. Es la forma de que toda la sociedad se sienta atravesada por esta cuestión y no caiga en la trampa de la falsa neutralidad.

La Reforma Universitaria de 1918, de la cual ahora se cumplen cien años que el Gobierno no desea conmemorar, tuvo consecuencias específicas y generales. Las propias del sistema universitario, pero también insertó una idea trascendente: que la educación debe ser un derecho popular y no un privilegio de elites. Una lucha que, por lo visto, hay que seguir dando por los siglos de los siglos. Que así sea.