La verdad es que no hubo sorpresa, pero no por esperada la decisión del Tribunal Superior Electoral –y la forma en que fue emitida– sobre la candidatura presidencial de Lula da Silva dejó de causar impacto en Brasil.

Como se anticipaba hasta en los círculos más allegados al ex presidente, favorito absoluto en todos los sondeos electorales, su candidatura fue impugnada. Se culminó, de esa manera, el golpe institucional que destituyó – vaya coincidencia – la presidenta legítima Dilma Rousseff un mismo 31 de agosto, el de 2016, e instaló en el poder una camarilla que a lo largo de ese tiempo hizo con que se retrocediera en absolutamente todos los aspectos de la vida brasileña.

En la noche del jueves pasado, el cuarto –y determinante– voto de los siete integrantes del Tribunal Superior Electoral ha sido proferido por Admar Gonzaga, nombrado por Michel Temer y que entre otras perlitas ostenta, en su currículum, una denuncia de agresión efectuada por su entonces esposa. Tal denuncia ha sido respaldada por la Procuraduría General de la República. Sin embargo, nada fue hecho, y el valiente golpeador de mujeres sigue juzgando con idéntica brutalidad.

El voto de Gonzaga ha sido proferido alrededor de las once y cuarto de la noche, en una sesión que a aquellas alturas ya llevaba más de ocho horas de duración. Más impresionante, en todo caso, ha sido la celeridad con que el caso de Lula da Silva llegó al pleno de los magistrados.

El jueves, faltando poco para la media noche en Brasilia, cuando se agotaría el plazo legal, la defensa del expresidente presentó, en el Tribunal Superior Electoral, sus argumentos contra los pedidos de impugnación del registro de la candidatura de Lula da Silva. Horas antes, a las nueve y media de la noche, la presidenta del TSE, Rosa Weber, divulgó la pauta de la reunión extraordinaria convocada para la tarde del viernes. Normalmente, el TSE reúne su pleno en sesiones que ocurren los martes y jueves. Es algo absolutamente excepcional que haya sido convocada una reunión en un viernes, día dedicado por los magistrados al ocio y a la contemplación de sus imágenes en los espejos de la vanidad. 

En esa pauta divulgada, el caso de Lula da Silva no aparecía.

En la mañana del viernes empezaron a aparecer, en las radios y emisoras de televisión abierta, los primeros spots –en el formato de avisos comerciales, con treinta segundos de duración– con la imagen de Lula. Ayer aparecería el primer programa de casi tres minutos con Lula como candidato. Y era necesario impedirlo a cualquier precio. Por eso, y para sorpresa general, poco después del mediodía del viernes fue divulgada una nueva pauta de la sesión extraordinaria: además del examen del registro de otros dos candidatos, aparecía el de Lula.

O sea: el relator del caso, Luis Roberto Barroso, había logrado leer, a lo largo de la madrugada y de la mañana, las casi 200 páginas presentadas por la defensa del ex presidente. Reiterando: entre la medianoche y poco más de la una de la tarde, se examinaron todos los argumentos que aparecían en casi 200 páginas. A menos, claro, que su decisión ya hubiese sido tomada antes de leer nada, en una clarísima maniobra política.

No es la primera vez que acusaciones contra Lula da Silva son decididas en tiempo olímpico y que los argumentos de su defensa fuesen atropellados sin piedad y peor, sin ser siquiera examinados de manera mínimamente responsable. La saña feroz contra el ex presidente desconoce límites. De nada sirvieron las campañas encabezadas por juristas y personalidades de todo el mundo exigiendo justicia para Lula. Tampoco el comunicado de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU fue acatado, pese a que Brasil es signatario del acuerdo que determina que las recomendaciones del órgano sean acatadas. Y peor: ni siquiera las leyes y la Constitución brasileña fueran tomadas en cuenta. 

La sordidez de todo ese procedimiento era algo esperado. La manipulación, el atropello y la arbitrariedad judicial dejaron de ser encubiertas por un velo de disfraz para ostentar su magnitud en las ventanas de la complicidad con lo que existe de más vil y perverso. 

Cuando se trata de Lula, la Justicia brasileña deja de curvarse frente al imperio de la ley y de la Constitución para arrodillarse frente al reino de la política más inmunda. Mucho más que impedir Lula de ser candidato, lo que se trata de impedir en el Brasil de hoy es que el elector elija libremente quien pretende ser en la presidencia de un país náufrago. Es verdad que si lo dejan, Lula masacraría a todos sus oponentes. 

Pero también es verdad que muchas voces poderosas e influyentes defendieron la participación del ex presidente en el pleito de octubre diciendo que se trataba de poder no votar en él. Los abogados de Lula y la dirección del PT anunciaron, en la misma alta noche del viernes, que recurrirán a instancias superiores. Sabiendo, en todo caso, que el resultado será negativo una vez más. Al fin y al cabo, el promedio de la integridad y de la ética de la mayoría de sus integrantes ostenta la estatura de una hormiga sin piernas. 

Con el derrumbe de la Justicia –nunca será demasiado reiterar que Lula fue condenado sin que apareciese una única y miserable prueba en su contra– prevalecerá, para la historia, la verdadera imagen de un país que bajo muchas maniobras vive un clarísimo Estado de excepción. 

Un país dominado por una camarilla que impone un perverso retroceso en todos los campos de la vida: el social, el económico, el político. Y, por encima de todo, un durísimo retroceso moral.