Con una nueva producción de Pelléas y Mélisande, de Claude Debussy, el Teatro Colón puso en escena el quinto título de su temporada de ópera. Un buen elenco de cantantes y una puesta en escena a la que no le faltaron atractivos, apuntalaron lo que resultó ser la convincente versión de una ópera compleja en su estructura musical y en sus desarrollos dramáticos. Una obra con la que una nueva idea de espectáculo lírico avanzó, en los umbrales del siglo XX.

La complejidad de Pelléas y Mélisande comienza en su originalidad. La matriz simbolista del texto de Maeterlinck y el modo en que la música lo secunda son elementos que configuran una escala de valores diferente para el universo de la ópera. Entre otras cosas, en Pelléas la idea tradicional de cantante como intérprete de su propia voz se disuelve en la del exégeta de la palabra y sus cavidades. El virtuoso de la ópera decimonónica que espera su momento para brillar, en este drama lírico de Debussy se transforma en el transmisor de un torrente continuo de texto en prosa que completa sus significados en las inflexiones musicales de la lengua hablada y los comentarios de una música prodigiosa, que continuamente está escuchando el texto. 

No bastan los parámetros tradicionales para juzgar el tipo de voz de cantantes cuyos personajes muestran menos de los que representan. La impalpable Mélisande canta con la voz de una muchacha que abandonó su corona y con ella su pasado, el lánguido Pelléas con la de un joven que lo único que quiere es irse de donde está y el doblegado Golaud con la de un hombre que no espera otra cosa sino que la ópera termine para seguir con lo suyo, que es cazar jabalíes. En esta dinámica, Verónica Cangemi resultó una Mélisande excelente, por su presencia escénica y la riqueza de recursos y matices de su voz. Sobresalientes en el mismo sentido resultaron también Adriana Mastrángelo como Genoveva y Lucas Debevec Mayer como Arkel. Bien las otras dos partes del triángulo trágico que sostiene la trama, Giuseppe Filianoti como Pelléas y David Maze como Golaud, y también Marianella Nervi Fadol, como Yniold. 

La puesta en escena de Susana Gómez, sobre la idea de Gustavo Tambascio, se sirvió de proyecciones y velos para crear imágenes sugestivas, que además de configurar ambientes dominados por grises azulados –entre los grabados del siglo XIX y el cine expresionista– contribuyó a la dinámica, no siempre bien lograda, entre las doce escenas que articulan los cinco actos del drama. Escénicamente inocuo resultó el concepto de una especie de atemporalidad a través del tiempo, un desarrollo cronológico de ambientes y vestuarios de distintas épocas. Tan inocuo pero mucho más curioso resultó el recurso escénico del ángel caído –en este caso con sus variantes propias y combinado con otros recursos–, elemento que había distinguido la puesta en escena de Harry Kupfer para el Tristán e Isolda que hace algunas semanas se pudo escuchar en la memorable versión de la Staatskapelle de Berlín, con dirección de Daniel Barenboim. ¿Será este el eslabón perdido del supuesto “íntimo homenaje” que Pelléas y Mélisande es al Tristán e Isolda wagneriano, según la temeraria afirmación con que el Colón promocionó esta producción?

Más allá de los símbolos sobre los símbolos, la puesta resultó visualmente atractiva y desplegó otros recursos mucho más interesantes. Entre lo mejor estuvo la primera escena del tercer acto, que coincidió con el mejor momento de la orquesta y una gran actuación de los protagonistas. La escena de la torre, que con aliento de fábula propone a Mélisande peinando la larga cabellera que llegará hasta el suelo para que Pelléas la ate a un sauce, se convierte en dos ventanas de un consorcio enfrentadas, desde las cuales los amantes se relacionan. Con pudor operístico Mélisande y Pelléas entregan la voz al texto, pero en este caso sus gestos, de fogosa, inevitable y consolatoria autosatisfacción sexual, refuerzan la alta marea de una música excitada y maravillosa. Tal vez no hacía falta que entre las dos ventanas, al fondo de la escena, una pareja representara la concreción del amor carnal sobre la espalda del ángel. Freud, a veces, puede ser espectador. 

Dimiecke, director musical de la puesta, condujo con criterio y precisión una orquesta que tuvo algunos desequilibrios que derivaron en extravío al comienzo del segundo acto, pero que a partir del tercero mostró las cualidades necesarias para sostener el desenlace de un drama intenso, sin concesiones para intérpretes y público.