El lunes 27 de agosto a las 14.10 horas el Tribunal Oral Federal N°3 emitió el veredicto en el juicio por crímenes de lesa humanidad “Hospital Militar II” que tenía como imputados al ex comandante de Institutos Militares, Santiago Omar Riveros, y al médico Raúl Eugenio Martín. El juicio hizo foco en los crímenes de lesa ocurridos en la maternidad clandestina que funcionó en el Hospital Militar de Campo de Mayo, donde pasaron al menos once mujeres embarazadas secuestradas que parieron en cautiverio. Riveros, por un lado fue condenado, con la pena de 45 años solicitada por el Ministerio Público Fiscal (MPF). Sin embargo, el veredicto fue decepcionante en tanto que Martín -por quien se había pedido una pena de 30 años- fue absuelto aunque, como ex jefe del servicio Cínica Médica, desempeñó un rol clave en las guardias de la maternidad clandestina, donde además atendió partos de las embarazadas secuestradas.

Como antropóloga feminista, una de las cuestiones que me llamó la atención fue la inclusión de “secuestro y tormentos a mujeres” como causa del mismo, a diferencia del primer juicio sobre el Hospital Militar (en 2014) que era solo por apropiación de niñxs. A su vez, tanto en los testimonios de las sobrevivientes como en el alegato de la fiscalía se utilizó el término de “violencia obstétrica”. Fue la primera vez que el MPF utiliza el término, dentro del marco de la violencia de género, como agravante para la mensuración de la pena de los imputados. ¿Cómo podemos leer estas inclusiones? Así como la marea de pañuelos verdes que copa las calles, la acción expansiva de los debates feministas tensionando la vida cotidiana, dimensionó aspectos no problematizados hasta el momento en los juicios por crímenes de lesa humanidad, en este caso, las violencias particulares que atravesaron las mujeres cis como militantes secuestradas que parieron durante el terrorismo de Estado.

Estos términos hacen referencia a que la organización del Hospital Militar de Campo de Mayo se configuró -es decir, la institución se adaptó al accionar ilegal- para recibir a las mujeres embarazadas secuestradas en situación de parto. Es decir, existió un solapamiento entre el poder militar y el poder médico en clave de género. Para empezar, en ningún momento se registraban los ingresos y egresos de las parturientas cuando eran traídas desde los centros clandestinos de detención, por ejemplo desde el Vesubio. Este es el origen dentro de lo que significa el proceso de apropiación de niñxs durante la dictadura: al no registrarse los ingresos de las mujeres embarazadas, no se registraban los partos, permitiendo el escenario de la falsificación de partidas de nacimiento. A su vez, existió un pabellón del Hospital llamado -no casualmente- “epidemiología”, que se diferenciaría de otros sectores en el que residían las familiares de los militares, donde las presas políticas permanecían vendadas, atadas y custodiadas, antes y después de pasar encapuchadas por la sala de partos. Según los testimonios de distintxs profesionales de la salud, quienes tenían órdenes de no hablar con las detenidas así como de sacarse la identificación del guardapolvo al verlas, circulaban los apodos de “las infecciosas” para estas mujeres. Tanto el sector donde residían como el apodo que cargaban, sedimentaban la condición de parto como un estado patológico. Una patología que se refería tanto al cuerpo físico: el parto visto como una enfermedad y un riesgo en términos biomédicos; al cuerpo ideológico: el parto como un canal que permite “frenar” la multiplicación de “una generación subversiva”, en términos del terrorismo de Estado; así como al cuerpo “generizado”: el parto como instancia “feminizada” a ser destruída, al mismo tiempo en el que la reafirma como condición de mujeres cis. Es decir, los hechos de parir encapuchadas, recibir múltiples tactos vaginales, la aplicación de inyecciones para cortar la lactancia, la separación forzada de lxs recién nacidxs, formaron parte de los dispositivos represivos para desubjetivizar a las presas políticas.

En una de las últimas audiencias, en el alegato que emitió el abogado San Emeterio -defensor del médico Martín y conocido defensor de genocidas- les proponía a los jueces que pensaran a su defendido como un “civil disfrazado de verde”. Es decir, separando su condición de médico –cargándola de un halo ético de sacrificio y  de quehacer del bien– del accionar militar dentro del Hospital. Una respuesta a desvincular la complicidad civil del accionar militar.

Así como el 9 de agosto nos quedamos sin ley que garantice la salud de las personas gestantes porque tenemos un Congreso que nos sigue condenando a la clandestinidad de los abortos. Ayer, el médico a cargo del Hospital Militar de Campo de Mayo quedó absuelto. La misma lógica legal- judicial conservadora que mantiene el poder concentrado sobre los cuerpos de las personas gestantes, limitando la salud sexual y la (no) reproductiva.

Celeste Jerez: Becaria doctoral del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires