“La mejor tecnología es la buena memoria. Tomo notas y soy muy cuidadoso con no arruinarlas”. El narrador de Veteranos de la guerra del día (Entropía), primera novela de Pablo Ottonello, observa el hotel de aguas termales adonde llegó con su mujer para vivir una experiencia “saludable” entre enfermos que se recuperan de operaciones y mujeres deprimidas que buscan resucitar la vanidad perdida. Mirar y ser mirado, para un narrador que trabaja como guionista y está obsesionado con el detalle, que transforma la meticulosa radiografía de sus observaciones en una compleja política de la escritura, deviene un ejercicio que le permite capturar aquello que merezca llegar al papel y pueda ser materia narrativa. En la contratapa del libro, la escritora Fernanda García Lao advierte que Ottonello es “un escritor óptico capaz de percibir el temblor que subyace, el desfasaje del mundo” y agrega que “se vale de este invernadero termal para dejar en evidencia los modos rioplatenses, y su batería de neurosis, desdicha e histeria, con una inteligencia visual y una crítica poco frecuente”.

“La novela empezó por un viaje a un hotel termal. Como maniático que soy, fue una gran excusa para escribir porque me parecía una situación muy literaria”, cuenta Ottonello (Buenos Aires, 1983), autor de los libros de relatos Quiero ser artista (2017) y El verano de los peces muertos (2017), que en los últimos cinco años escribió una veintena de libros entre novelas y relatos. “Tener obra escrita inédita es algo que me juega a favor, aunque muchos de esos libros debería quemarlos”, bromea el escritor en la entrevista con PáginaI12.

–Veteranos de la guerra del día, ¿es una novela sobre el mirar y ser mirado?

–Sí, quizá sea más sobre el mirar. El hotel termal funciona como un sistema cerrado donde tenés que aceptar la regla de que tu cuerpo va a ser sometido a un escrutinio permanente. En ese escrutinio me encuentro como autor con la posibilidad de ser un maniático, que es lo que traté de asignarle al narrador, que es un guionista y como necesita detalles puede tener una escritura maniática. ¿Qué justifica un estilo así, que puede resultar por momentos insoportable? 

–¿Qué es una escritura maniática?

–Como dice Borges en “El Aleph”, hay una desesperación del escritor... Cuando el personaje de Borges baja al subsuelo y ve el universo, no lo puede contar; una paradoja que impugna al realismo, ¿no? En un plano mucho más humilde, mi narrador tiene que escribir guiones porque vive de eso y todo lo que observa en el hotel está bueno para retenerlo. Pero hay una especie de angustia por no poder retener los detalles; no quiere andar con una libreta porque parece un estúpido anacrónico, no quiere grabar porque odia su voz, no quiere  sacar fotos porque va a perderlas... Entonces, ¿qué hace con la experiencia, si ve que la experiencia le puede servir para algo? Eso me parece una aproximación maniática. El personaje necesita tener un método de registro. La novela podría tener nueve mil páginas en vez de doscientas, pero nadie me la publicaría. Una escritura maniática tiende a la acumulación. 

–Hay un momento en la novela que se pone en jaque la posibilidad de capturar la experiencia: si el ruido que se escuchó fue o no un tiro, si uno de los huéspedes intentó matar a su esposa. Lo que hay son múltiples versiones, ¿no?

–¿Qué son los hechos? Eso me ayudó a crear una especie de trama que decepciona, porque le di a leer este libro a una agente alemana que buscaba literatura argentina y después de leerlo me preguntó: ¿quién fue el asesino? (risas). No hay asesino; esto es sobre parodiar que las noticias se construyen y que en un hotel donde la salud es lo que predomina los gerentes salen a decir que no pasó nada. La pregunta que se plantea, al final, es si es peor que alguien se deprima y se suicide en el hotel, o que sufra una muerte súbita. Lo que importa es la salud del negocio. El hotel necesita que el agua termal siga funcionando y trabajar para reducir el estrés. Los que están en el hotel no pueden saber qué pasó, salvo que alguien se dedique a entrevistar a todos los que estaban y pueda decir si el tipo mató a la esposa o se suicidó, o la esposa lo mató a él; es como un festival de las variantes. Que es un poco lo que hace un guionista, también. Esas variantes son fruto del aburrimiento, de que no hay mucho qué hacer en ese tipo de hoteles. Ante la nada, hay que escribir algo. A la mañana siguiente del tiro, la gente está animada porque pasó algo, tienen algo de qué hablar. Aunque la relajación sea una gran mercancía, también es un embole. 

–En un momento de la novela se narra la historia de cómo se compraron unos campos inundados y cómo eso que parecía una locura terminó resultando una empresa redituable. ¿Por qué le interesa la cuestión del dinero en la literatura?

–No podría contar el borde inferior o lo marginal porque sería falso. Vengo del medio, y tengo más que ver con los colegios privados y cómo una clase entra en crisis. Hay crisis y decepción en los que tuvieron todo servido; eso es algo que conozco y que puedo contar. No quiero impugnar a la clase media o a los colegios privados, pero me gusta sacudir un poco esos ambientes. Toda la energía puesta en el empresariado, en las carreras corporativas, en las hordas de administradores de empresas: eso lo conozco porque lo viví de muy cerca. Pero yo me dediqué a la escritura. Narrar de manera lateral la situación del hotel, donde los asistentes a ese hotel provienen de determinado sector social, es una forma de abordar algunos temas políticos.

–¿De qué manera se articulan arte y política?

–El gran genio de esta articulación es (Manuel) Puig, que parece que te está contando conversaciones superfluas entre dos amas de casa y te contó la dictadura argentina o el exilio. Puig logra narrar temas gravísimos con un tono leve. Quiero escribir novelas donde la política esté presente, sin que sean un panfleto.