Es jueves ocho de la noche, pero podría ser viernes o sábado. El bar está en Caballito, pero también podría estar en Palermo, San Telmo o cualquier otro barrio. Es invierno, pero bien podría ser verano, o cualquier otra estación. Y llueve, pero daría igual que no lloviera. En cualquier caso, se vería lo mismo: grupos amplios o reducidos de jóvenes, de hombres y mujeres, o exclusivos: sólo de ellos o ellas. Y una pauta común: las charlas enredadas entre copas coronadas de espuma.

Hay modas comerciales que brotaron como hongos en la ciudad a lo largo de los años, y así como brotaron se extinguieron: videoclubes en los 80, tenedores libres y parripollos en los 90, negocios de todo por dos pesos y canchas de paddle en el 2000, y más acá, locutorios, cibers y gimnasios. Ahora el auge, que algunos sostienen que no será pasajero, es el de las cervecerías artesanales que derraman burbujas por todos los barrios porteños.

Una movida que anuda una jerga propia con clubes y logias de consumidores, guías, manuales y apps, catas y cursos, con una cultura joven sub 35 que, sin dress code y en ambientes descontracturados con música que va del easy listening hasta un grunge rasposo, fue variando los hábitos urbanos de salida de la mano de los happy hour. A su vez, el impulso de la nueva cultura cervecera generó un consumidor de paladar más sofisticado, ávido de probar nuevos sabores de esta bebida con más de 7000 años de antigüedad, a la que algunos llamaron ‘pan líquido’.

Aventurarse en el universo cervecero es encontrarse con un lenguaje a descifrar, que va desde los tipos y variedades de cervezas, de vasos y medidas, el color y nivel de amargor, hasta la designación de los lugares para tomar o repostar la bebida: brewpub (donde se elabora y comercializa), beer gardens (locales al aire libre), glowler station (estaciones de recarga). Y antes o detrás de todo esto, los brewmasters, los maestros cerveceros, que crean la bebida y logran una gran variedad de texturas y sabores conjugando tres elementos básicos: cereal, lúpulo y levadura. Al final del recorrido, o al inicio porque muchos comenzaron sus actividades comerciales bajo esta modalidad, los homebrewers; aquellos que, atrapados por la pasión cervecera, se compran el kit de fabricación, hacen un curso o siguen uno de las tantos tutoriales de Internet y se largan a elaborar cerveza made in casa.

La fabricación artesanal tomó impulso hace más de dos décadas en el país, en Mar del Plata, de la mano de la pionera Antares, y se extendió poco después al Bolsón, en Río Negro, y a varias provincias. Recién en los últimos años este fenómeno comenzó a inundar la ciudad. Si hasta hace poco cualquiera podía contabilizar al menos un súper chino en cien metros a la redonda, hoy casi podría incluirse en ese mismo radio la presencia de una cervecería. 

Y aunque San Telmo, Recoleta, Palermo, Colegiales y Caballito tienen la mayor concentración de birrerías, la cerveza, como dijo alguna vez en su barrio el filósofo Pascal refiriéndose a la Naturaleza, parece una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Por eso, cualquiera que camine por Buenos Aires se puede topar con alguno de los más de 200 bares de craft beer y probar algunas de las más de 500 variedades que circulan en el mercado.

Degustar una cerveza es una operación cultural que pone en juego los cinco sentidos. Es casi un ejercicio espiritual para aquel que busca activamente descubrir el universo de sabores que puede encerrar una copa. En ese sentido, la clásica pizarra –la versión moderna es una pantalla de TV– que suele coronar las canillas de la barra de las cervecerías funciona como la tabla periódica de elementos y ayuda, al que entiende el código, a orientar su gusto.

Allí se anuncian variedades: IPA, APA, Honey, Porter, Scottish, Cream Stout, y un larguísimo etc, con sus respectivas graduaciones alcohólicas, medidas en ABV (alcohol por volumen). El grado de amargor, fijado por la escala IBU (Unidades Internacionales Amargor) que va de 0 a 100 –cuanto más alto el valor más amarga, aunque el amargor final de una cerveza puede estar compensado por la malta como pasa con las de estilo Stout–; y el color, determinado por el Método de Referencia Estandar (SRM). Cuanto más elevado es este valor, más oscura es la cerveza.

Braian Coehlo, gerente del local de Baum de San Telmo, cervecería que cuenta con trece canillas y vende entre nueve mil y diez mil litros de cerveza por mes, cuenta que “la gente está empezando a entender el código y para nosotros es una herramienta importante, porque le permite al cliente elegir el tipo de cerveza con esos parámetros y hace más dinámico el circuito. Además, cuando uno trae una cerveza nueva la gente mira la pizarra y se fija en esos datos para orientarse”.

En cuanto a los gustos, explicó que “nosotros tenemos entre nueve y diez canillas con cervezas clásicas, de fácil tomabilidad. Son las que más elige la gente: Blonde, la Scottish o una Porter entre las más oscuras. Y a esto se suman variedades en base a esos estilos. La Honey, o una IPA donde predomina el amargor del lúpulo, y algunas cervezas que son para innovar en el mercado y darles una nueva sensación a los clientes. Para eso, tenemos una cerveza invitada por semana. Buscamos algún estilo que nosotros no trabajamos o inventos raros que hay en el mercado y que hacen que la gente se tiente buscando un cambio en el paladar. Hoy la gente se anima a tomar cualquier tipo de cerveza”, remarcó.

Sin haber alcanzado el techo de la actividad, pese a la crisis que inunda el país y al que no es ajeno el sector, los circuitos birreros siguen expandiéndose.

La mayor concentración de locales está en el eje que forman Retiro, San Nicolás, Monserrat y San Telmo, con más de 15 locales; más de 20 se concentran en Palermo, en la zona comprendida entre Scalabrini Ortiz, Paraguay, Córdoba y Arévalo. Y en Caballito, donde se armó un polo birrero sobre la avenida Pedro Goyena: un corredor a lo largo de diez cuadras donde se puede probar un amplio surtido de cervezas regionales.

Para saber de qué va el circuito, este cronista decide iniciar el recorrido por uno de los extremos y probar su primera pinta acodado en la barra de Antares. Una Honey Beer, de bajo amargor y alta graduación para inaugurar la noche.

Después de entrar y salir de otras dos cervecerías, donde las charlas y grupos se repiten como un viejo ritual urbano, en Alvarez llegará la segunda elección en la ronda nocturna, una Itzel, en su variedad Spider New Englnad, una IPA con 60 de IBU, que deja un sabor amargo pero placentero. Y donde Javier, un ingeniero de sistemas de 30 años, y Manuel, bancario de 33, cuenta que se juntan semana tras semana en alguna cervecería. “Creo que voy a necesitar dos vidas para probarlas todas. Hay una variedad tan grande y para cualquier época del año y del día que es imposible resistirse. Antes se la asociaba con el verano porque nos vendieron que había que tomarla helada, pero eso cambió. Es una bebida de todo terreno, para cualquier momento”, remarcó Javier, al que el cronista deja atrás para adentrarse uno metros más adelante en otro local, distinto pero igual, siempre igual.

Al final de la recorrida, en el Club de la Birra, la lluvia obliga a un alto en la marcha más prolongado y relajado. En la barra, el barman, mientras desgrana las especialidades que despacha, ofrece una última copa que el cronista declinó, como cualquiera que puede atisbar el mañana, porque sabe, igual que Perogrullo, que el presente es el pasado del futuro. En el local, el ruido a medida que la noche se impone es cada vez más persistente, más denso e impenetrable entre los vasos que van y vienen, los jóvenes que se renuevan, y las charlas un murmullo in crescendo. Ya es viernes, pero podría ser cualquier otro día. Todavía llueve, y es difícil no pensar que lo que sucede en el interior del bar es sólo gente arañando la piel del universo, asilados chocando contra las exterioridades del tiempo.