En Sudamérica el desorden característico de un mercado popular, comparado con el de otras regiones, se potencia. Los parámetros de regateo, a diferencia del mundo islámico, son bastante menores. Y el colorido es el de todos lados. En general no están muy subdivididos internamente por rubro: los puestos tienden a entremezclarse. Pero por sobre todo parece no haber reglas: cuando hay sectores agrupados, suele ser resultado de la casualidad o la afinidad amistosa. Y la especificidad absoluta de los productos locales convierte a estos mercados en lo opuesto al shopping global.  

AMAZÓNICO Los mercados son una prueba más de cómo la geografía determina la cultura. El de Manaos en Brasil -a orillas del río Negro, afluente del Amazonas- comprime entre sus paredes la potencia del río más grande y de la mancha selvática más extensa de la tierra, que definen el modo de vida de quienes habitan sus riberas. 

El mercado de Manaos es hijo del río y el bosque tropical. Pero no solamente, porque tiene una huella europea en su estructura. La ciudad tuvo su era dorada a partir de 1860, cuando comenzaron a surcar el Amazonas grandes barcos cargados de látex rumbo a Europa. Las embarcaciones regresaban con productos manufacturados y decorativos de Europa y Estados Unidos, para el consumo de una clase social enriquecida de súbito: el sueño de los “barones del caucho” era vivir en la selva como en Europa. 

Aún hoy, cuando Manaos es una gran ciudad, desconcierta cruzar el gran armazón de hierro del pabellón de las carnes del mercado, que parece una pajarera gigante y es una copia más pequeña pero exacta del parisino mercado Las Halles diseñado por Gustave Eiffel. Claro que de señorial solo tiene la estructura: en su interior se entremezclan hedores de pescados ínfimos como un dedo meñique hasta endriagos monstruosos como el pirarucú, con el tamaño de una media res: llega a medir tres metros.

El mercado tiene dos partes en sendos pabellones: una de ladrillos con algo de palacete europeo y otra de metal enrejado, mejor ventilada. Por todos lados se vende el fruto más estimulante de la selva descubierto por los aborígenes: el guaraná, exhibido en grandes sacos reducido a polvo. En las hileras de puestos cuelgan toda clase de baratijas y productos de consumo diario. Las tiendas de remedios “naturales” tienen una sobrecarga de yuyos, hojas, raíces y ungüentos que suben por las paredes hasta el techo y cuelgan de él. En su abarrotado puesto María Hervas –su apellido hace honor al rubro— me cuenta que heredó de su madre el negocio y el saber; tiene remedios para casi cualquier dolencia de cada órgano del cuerpo, incluyendo varias alternativas para la impotencia sexual. 

De todas formas, están también los puestos de artesanías que ofrecen la obra de algunas de las 60 etnias que habitan el estado Amazonas: baniwa, tikuna, sateré-mawé y yanomami. 

Atravieso el sector de la mandioca, muy presente en la mesa diaria. Dos de sus subproductos son la farofa –harina gruesa que acompaña la comida– y la popular salsa amarilla tucupí que se vende en botellas de plástico de Coca Cola. El sector más colorido es el de frutas como el rambután, el mangostino, la guayaba y el caqui, entre otras con que no he visto jamás. 

TUCUMANO El detalle marginal de que el mercado del pueblo de Simoca –a 53 kilómetros de San Miguel de Tucumán– tenga un estacionamiento exclusivo para un centenar de sulkis lo define con precisión. Es, por cierto, el mercado más antiguo del país: existe referencia suya desde el siglo XVII, cuando era una posta de caballos con una feria sabatina donde se comerciaba con trueque, un medio de pago aún vigente entre amigos.

La feria de Simoca siempre ha sido un mercado de productos de campo que ha ampliado su oferta. Lo clásico son monturas, fustas, estribos, botas de cuero, ponchos, alpargatas, cintos, mates y cigarros en chala. En los puestos de carne hay toda clase de cortes de chancho, incluyendo la cabeza entera exhibida sobre una mesa, y otros ofrecen especias como orégano, comino y azafrán. A los lados del corredor central están los puestos de talabartería, alimentos y ponchos. En una línea paralela más angosta están los quinchos con restaurancitos al paso y en otra un corredor con lo más “moderno” bajo techos de lona plástica. Es la “feria boliviana” con bombachas, estuches para celular, barriletes, ungüentos curalotodo, pelotas y juguetes y baratijas asiáticas de plástico.

Caminar por la feria estimula el olfato con sensaciones encontradas: bosta, choripán, pollo asado, azafrán, cuero y verdura fresca. Quien llegue con la idea de encontrar una “feria criolla de pura cepa” se irá defraudado. Sin embargo aquí casi no hay turistas y se viene a comer y a comprar mercancías de utilidad práctica antes que suvenires.

Bajo el sol polvoriento del mediodía pasan una gitana envuelta en una tela larga con un niño en brazos, dos negros de Senegal ofreciendo pulseras y anillos doradísimos, rubias teñidas y rubias de verdad. Un joven bajo una sombrilla vende motos por catálogo y una cincuentona regordeta con calzas negras, remera roja, anteojos oscuros, botas brillosas hasta la rodilla y rasgos muy autóctonos compra un cucharón de madera. Por un costado de la feria pasa un tren casi dividiéndola: los sulkis estacionan del otro lado de la vía. En este caótico microuniverso tucumano, unas 3000 personas comen y compran todos los sábados, desde hace más o menos 300 años.

EL EKEKO EN LA PAZ Cada año partir del 24 de enero, y por un mes, se celebra en la capital boliviana la Feria de las Alasitas, donde casi el único producto son las miniaturas, marcadas por el sincretismo religioso: los creyentes compran réplicas de las cosas que desean obtener para ofrendárselas al ekeko, el dios aymara de la abundancia.

Don Sixto Mamaní me muestra un fajito de microeuros que lleva en la mano y dice: “He venido a comprar estos billetitos para poder pagar mis deudas”. Casi en murmullos, el matrimonio Quispe, recién casados, me habla de su mayor objeto de deseo: “Hemos comprado esta casita a medio construir porque estamos juntando platita para levantar la nuestra”.

El plan de Manuel Suxo es más aspiracional: “Esta es la valija del millón”, en cuyos 5x5 centímetros caben varios fajos de dólares, pasaporte, pasaje de avión, permiso de residencia y hasta una laptop. “Es un regalito para mi sobrino que quiere emigrar”.

Al presidente Evo Morales, cuando vino a inaugurar la feria de 2013, le regalaron lo que a todo soltero: una gallina de estuco para conseguir novia.

Doña Teófila Tintaya tiene uno de los centenares de puestos de venta de alasitas que pueblan la colina donde se levanta esta laberíntica feria. Primero me aclara que “comprar aquí es garantía de que se cumple”. Una somera lista incluye pequeños diarios apócrifos con noticias como “Evo Morales deja la política para abrir tienda de ponchos”, una “permantent resident card”, minifarmacias para quien desea instalar una, minitiendas de licores, camionetas Hummer, tarjetas de crédito, iPads, notebooks, televisores, iPhones del tamaño de una aceituna, diplomas de honor del ejército, licenciaturas en Comunicación Social y preservativos tamaño ekeko.

La idea de que lo chiquito se transforme en algo grande a través de una energía transferida desde los dioses a un objeto es una antigua creencia de los pueblos originarios, hoy mestizados e insertos en el mundo urbano. La feria de las alasitas es, en el fondo, un gran pase de magia multitudinario lleno de color, alegría y talento artesanal.

LIMEÑO Avanzo entre parloteos y pregones por los pasillos del gran galpón techado de dos pisos con 343 puestos arremolinados que es el mercado El Surquillo de Lima. Un mestizo con edad de jubilado levanta un pulpo insertándole un dedo en lo que podría ser “la nuca” y lo coloca frente a mis ojos con los tentáculos colgando en el aire.

–¡Pomada de serpiente del Amazonas! –vocifera una adolescente con rasgos de princesa inca. 

“Pregunte, hay de todo”, promete un cartel.

–Yo vendo corazón, lengua; pulmón; criadilla o testículos de toro; tripa; bofe; librillo, que es el tercer estómago de la vaca; bazo; seso; ubre y agalla– enumera Bartolomé Mitma desde el otro lado del mostrador.

–Yo quisiera cocinarme un bistec- lo provoco.

–Mi puesto es solo de menudencias de vacuno. ¿O es que usted en su país puede comprar eso en un puesto como este? –pregunta extrañado. 

Algo se mueve con vida propia en una caja con tierra en el puesto de frutas 59. Hay cáscaras de banana en descomposición, pedacitos de coco y un cartelito clavado: “suri”. Son larvas blanquecinas de un coleóptero amazónico con la contextura de un dedo pulgar, que se comen asadas en brochette, fritas y hasta acarameladas. La vendedora me explica que son deliciosas, tienen una piel crujiente y su textura interior es suave y mantecosa. 

En el local 41 Carlos Reyes Vázquez se pasa la vida rodeado de tubérculos producidos de una punta a la otra del país: “En el Perú tenemos registradas 3500 variedades de papas”. Humillado, le explico que en mi país tenemos dos tipos: “La blanca y la negra, que son la misma papa lavada y sin lavar”.

–¡Qué pobreza la de ustedes!.

Julián Varsavsky
Cholas miniaturizadas en alasitas bolivianas, donde todo lo pequeño representa lo grande.