En 2012, cuando lo vimos haciendo sus trucos en TV, en Escenas de la novela argentina, muchos de quienes habíamos asistido a sus clases debimos sentir que era un acto de justicia verlo en la pantalla, plenamente en su carácter de Gran Anfitrión de la Literatura Argentina, preciso y deslumbrante, con sus dotes de prestidigitador, Piglia era sin dudas el mejor guía para introducir a alguien en la tradición literaria.

Lo recuerdo en las aulas de Puan en los 90 largos, ya era célebre y no obstante escuchaba con interés nuestras preguntas y hasta tenía paciencia para, al final de la clase, atender a las groupies entradas en años que concurrían como oyentes y se sentaban en primera fila, asintiendo con la cabeza ante cada frase que él decía como si fuese la verdad revelada. Y de algún modo lo era, porque Piglia te abría un mundo en un instante, como quien transforma un bastón en un pañuelo del que sale una paloma.

Tan brillante era que podía trasmitirte las cosas más complejas reduciéndolas a una especie de máxima. Una vez hasta empecé a anotar en un cuaderno lo que yo llamaba “las máximas de Piglia”, sentencias arbitrarias y reveladoras, que lograban condensar en una sola oración algún problema enorme, por ejemplo:”Borges es un escritor del siglo XIX”, “Macedonio poseía una poética anarquista”, “La vanguardia es un género”, “Las traducciones tienen una importancia decisiva en la historia de los estilos”, “El único enigma que proponen las novelas de la serie negra es el de las relaciones capitalistas”, o su idea de que toda la literatura argentina de la segunda mitad del siglo XX podía resumirse en tres vanguardias: la de Walsh, que venía a ser nuestro Norman Mailer, la de Puig, que venía a ser nuestro Truman Capote, y la de Saer, nuestro Beckett. 

Sus fórmulas ingeniosas y sabias te ahorraban un montón de tiempo desperdiciado en explicaciones farragosas. Piglia te regalaba su “síntesis” (pura inventiva) y la dejaba picando: profundizar era la inmensa tarea que le legaba al oyente, y así aprendías. Recuerdo que cuando empecé a estudiar a Libertad Demitrópulos leí unos artículos largos y desabridos, más tarde salió una edición de Río de las congojas con prólogo de Piglia, en esas dos páginas preciosas estaba todo, incluso la sutileza poética de cerrar sugiriendo que la obra de la autora podía leerse a la luz de estos versos de Bretch: “¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas?/ En los libros figuran sólo los reyes/ ¿Acaso arrastraron ellos los bloques de piedra?/ ¿Quiénes edificaron la dorada Lima? ¿En qué casas vivían?/ ¿Adónde fueron la noche que se terminó la Gran Muralla, sus albañiles?”. Sublime.

En toda la obra de Piglia hay un trabajo magistral con los cortes, que provenía de su idea de la interrupción como un factor central en el arte de la narración. Que explicara la tradición literaria a través de sus “escenas” fundamentales no es nada casual. Una escena, corte, otra escena, Piglia se la pasaba fabricando grandes cortes, como un fabuloso cineasta. Para él, el ritmo de la relación entre narración y vida es un juego de cortes, y en esto se entrelazan literatura y experiencia, porque a sus ojos la vida es centralmente una experiencia de la interrupción y el corte.

Como buen historiador (alguna vez llegó a decir que una novela es un libro de historia sin notas al pie) construía la trama de sus relatos con la premisa de que siempre hay que partir de una investigación: “Cada vez que me pongo a escribir una historia lo que me sale es un enigma, un interrogante, algo que hay que investigar”. Pero lo propio de Piglia no era investigación lineal, sino una que avanza por saltos, por cortes, y que requiere por ello de unidades ultra condensadas.

Lo que más le interesaba era el ritmo, quizá porque el ritmo es un sentido del tiempo, y evidentemente la economía del tiempo era una de sus grandes preocupaciones: hay poco tiempo, hay mucho por vivir y por leer, al tiempo hay que optimizarlo. Su pasión y su curiosidad lo llevaban a crear un sinfín de teorías, pero cortas: “formas breves”. Así también su militancia intelectual, por ejemplo, sobre su participación en la revista Los libros, dijo: “Nosotros no escribíamos para un conjunto tan amplio (como el público de la revista Crisis), sino que influíamos sobre los jefes de la sección cultural de las  revistas, sobre  los  editores,  sobre  los  tipos  de  los  partidos  políticos, ¿no?”. Y  abandonó la publicación en 1975 cuando, a su juicio, “se hace una revista de izquierda más”. Corte. 

Le gustaba Brecht y el Benjamín bretchiano, pero no el frankfurtiano. Le agradezco porque leer su temprana observación sobre Benjamin me ahorró mucho tiempo de tediosos debates; si admitimos el valor crítico de la disolución del aura: “la producción literaria debe ser redefinida constantemente sin admitir una ‘esencia’ del arte. Benjamin esquiva de este modo el error idealista de cierta crítica de izquierda –a la manera de Adorno y la Escuela de Frankfurt– que en su rechazo de la industria cultural recae en un humanismo fatalista y aristocrático”. Después de liberarte de esos pesos pesados (y ya habiendo escrito “Luba”, ese maravilloso relato benjaminiano), Piglia te preguntaba, con su aire intrigante y provocativo: “¿Todavía no leíste a Phillip Dick?”.

Ya lo dije, para mí era una suerte de prestidigitador, un experto en todos los repertorios del escamoteo, ese arte que consiste en hacer desaparecer un objeto para encontrarlo en otro lugar distinto. Como en Plata quemada, cuando utiliza sarmientinamente la frase de Bretch: “Robar un banco es un delito, pero más delito es fundarlo”, y se la adjudica a Roberto Arlt: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”, legitimando el robo en todos los niveles. Corte. Y entre esos trucos que te dejan pensando también están sus títulos, donde cada adjetivo pareciera barrer la entidad del sustantivo: El nombre es falso. La respiración, artificial. La ciudad, ausente. La plata, quemada. El blanco, nocturno. 

Piglia pertenece a una generación que en general se tomaba con cierto absolutismo la literatura y la idea de construirse una “figura de escritor”, de ahí que se la pasaran inventando mitos literarios, convencidos de que había que habitar la tradición hasta el hartazgo. Su convicción de que el sistema social y la política se pueden leer a partir de teorías de la ficción es una muestra de lo primero, así como la insistencia en sus diarios lo es de la obsesión por la construcción de su figura. “Pienso que los escritores están más interesados en hacer un manual –pero hablo de esos manuales extraordinarios (Borges se la pasaba haciendo manuales)– inspirados en la idea de llevar la pasión por la literatura lo más lejos que se pueda, incluso más allá de su propio ámbito. Y esto a diferencia de los críticos, que me parece que trabajan en función de discusiones muy cerradas”.

Piglia ha producido sin dudas un manual cautivante que se viene repitiendo como una Biblia desde hace más de 30 años en todo el mundo de habla hispana. Pero me da la impresión de que ha logrado ser a la vez el más evidente y el más misterioso, el más público y el más secreto, siempre atento a aquel principio básico de la prestidigitación: nunca prolongar excesivamente el espectáculo. Irónico, ateo y materialista, tras ese intenso absolutismo literario late sin embargo en Piglia un aire fresco, vitalista: un llamado al disfrute. Lejos de cualquier tipo de Biblia, el “objeto Piglia” tiene algo esquivo, discretamente se sustrae de un lugar para aparecer en otro.