Hace unos cuantos años le hice una entrevista larga para Radar. Todavía era la época de los grabadores con cassete. La hicimos en el departamento que tenía en el centro, como estudio. Un lugar ideal para trabajar: en el centro de manzana, silencioso, tranquilo. Creo recordar que los libros los tenía acomodados en una larga fila, y una biblioteca, y que mientras los recorría con la vista, antes de sentarnos a conversar, se me hacía agua la boca con títulos sucesivos. En especial me impresionó un tomo de ensayos de Poe enorme, en edición de The Library of America, que me elogió con precisión, y que después compré por Amazon, gracias a haberlo visto ahí.

Charlamos hasta por los codos. Hasta cierto punto apliqué un molde que muchas veces rendía: le hacía preguntas sobre cada etapa de su vida, minuciosas. Me hizo unas largas disquisiciones sobre el diario que escribía desde la juventud (“después te lo muestro”, me dijo). Y de cómo se lo había hecho enviar más de una vez desde distintas ciudades, por eso lo tenía. Y que soñaba con hacer una edición cuidada, editada, y donar los originales a Princeton. Cuando ya casi habíamos terminado, me acompañó hasta un cuarto interno y me mostró una especie de bulto muy grande, un poco tenebroso: “Es ése”, me dice. Eran decenas de cuadernos de tapa oscura, apilados como formando un muro. Él pensaba que tal vez era su obra maestra. “Habría que ver”, pensé.

La zona del cerebro dedicada a la memoria es una montajista cinematográfica genial. Cuando pienso en el momento del diario, me quedó grabado hasta hoy un momento casi confesional, al que lo asocio: había hablado de las distintas épocas de su peregrinar por Mar del Plata, La Plata, Buenos Aires. También de alguna pareja. En una época vivía con una mujer, y a su vez viajaba a dar clases a La Plata. A veces llegaba tarde, y ella llegaba un poco después. Un día ella llega muy tarde. Alzando las cejas, me dice: “¿Sabés que había pasado?”. Le dije que no. “¡Se había ido a un dancing!”, dijo escandalizado. Y agregó, ahora furioso: “¡Que después de todo yo llegaba tarde y ella no tenía por qué quedarse esperándome todo el tiempo!”. A mí la palabra dancing me había dejado estupefacto. Era, totalmente, una diferencia generacional. Pero la repitió para agregar: “Por supuesto ahí terminó todo.”

El sol en Montevideo

No me acuerdo con exactitud dónde nos conocimos. Pero sí que nos cruzábamos a menudo en la librería Premier de la calle Corrientes, donde trabajaban Víctor Pesce y “Ricky” McAllister, que ahora trabaja en Hernández. También tuvimos más de una charla en el bar La Ópera, que era un poco un escritorio en la zona para él. Siempre me pareció un tipo en permanente búsqueda, alguien que caminaba, caminaba, caminaba, y leía, leía, leía. O teorizaba, teorizaba, teorizaba. Y después escribía, escribía, escribía. Incansable y a la vez civilizado, atento, generoso en el modo en que atendía a los autores jóvenes que iban a verlo, comentándoles lo que le llevaban, en poco tiempo. Lo supe a lo largo de los años en que me llegaron comentarios en ese sentido.

Jorge Lafforgue lo conocía desde hacía mucho tiempo. Una especie de remanso que me quedó en la memoria fue un encuentro que se hizo en la Facultad de Humanidades de Montevideo, al que asistieron los dos, y muchos profesores, escritores y payadores de las dos ciudades. Creo que arrancó un sábado. Todo se desarrolló con una especie de magia uruguaya extraña,que brota solo cuando las cosas salen espontáneas,sin ser aplastadas por la planificación o el exceso de control. El público estaba integrado sobre todo por alumnos o jóvenes, no había aduanas en ese sentido. Fue gracioso, porque uno de los profesore asistentes, fanático de Puig, expuso lo que él consideraba prácticamente la muerte de Cortázar, que ya “no interesaba a los jóvenes”, quienes seguían en cambio a Puig, como se comprobaba en sus clases (al parecer la idea de que los alumnos eligieran a Puig sobre todo para halagarlo a él y sacar buenas notas, no se le había ocurrido). Digo que fue gracioso, porque hubo un grupo de ocho o diez jóvenes que se miraron un segundo, y se fueron en masa. No en plan de oposición, o fastidio sino de: “esto no nos interesa, ya”.

El día era además de sol espléndido, sereno, con ese tipo de luz que parece hacer más lento el tiempo. Piglia era tal vez el más esperado, por curiosidad, y por tareas compartidas (según uno fuera alumno o docente). Con Lafforgue ya habíamos hablado de él, cada uno de los dos tenía pequeños resquemores y críticas sobre él, pero en plan de broma, de joda liviana. Cuando apareció (siempre en movimiento, sentándose y hablando de inmediato, con el tono de estar a punto de pasar a otra cosa) hizo una exposición muy extensa (según recuerdo siguiendo las ideas después expuestas en El último lector), sin un solo papel, desarrollando cada tema a la perfección, sin vacilar un segundo. Una auténtica performance espectacular: casi como ver a Baryshnikov danzando. Cuando terminó finalmente, tanto Lafforgue como yo teníamos la mandíbula colgando. Habíamos alzado las cejas, y no sé cuál de los dos hizo el comentario argentino clásico de admiración extrema: “¡Qué hijo de puta!”. Privilegiadamente habíamos estado presentes en ese momento del tiempo y el espacio. Piglia había barrido todas nuestras puntillosidades opositoras (en serio o en broma) con la calidad de un Maradona de la teoría literaria abierta y masiva. Nos saludó a ambos, cálido, inquieto, móvil, mientras se acercaba “Beba” Eguía, y hacíamos comentarios diversos entusiasmados, impulsados por la ejecución magistral, el sol que se adivinaba afuera, y el clima a la vez de buena onda y dinamismo.

Recordé aquel día mucho después, cuando vi las clases de literatura argentina y sobre Borges que dio en la televisión. Ahí yo tenía el arsenal crítico armado otra vez, pero me asombró la calidad expositiva, la ametralladora de ideas, la adecuación al tema y el medio. Según sabía ya había regresado de Estados Unidos, se había jubilado, y ¿cómo lo festejaba?: ¡trabajando mucho más! Por eso la noticia de su enfermedad fue como un mazazo: que en pleno borde del disfrute total lo atacara la misma enfermedad que terminó por llevarse al Negro Fontanarrosa a muy temprana edad, lo dejaba a uno, no tan lejano a su edad y actividades, musitando con rencor hacia no sabía quién o qué: “¡qué cagada, qué cagada!”.

El deseo realizado

Empezó una carrera contra el tiempo. Cada vez más jaqueado por la enfermedad, Piglia empezó a publicar textos no recogidos en libro o nuevos como una cadena de montaje. Varios cuentos nuevos en la Antología personal que sacó en Fondo de Cultura, por ejemplo. Otros eran textos antiguos, como el curso sobre la vanguardia de una época (Juan José Saer, Rodolfo Walsh y Manuel Puig), o textos sueltos o entrevistas en Princeton. Pero también se puso a trabajar como una topadora en la edición final de los diarios. Cuando leí el primer tomo me asombró, porque los había retrabajado totalmente, agregando cosas nuevas, creando zonas ambiguas, y otras de época, muy concretas y útiles. Era, por lejos, el libro reciente de él que más me había gustado, una apuesta ganada, un deseo realizado. Casi coqueto, hasta sugería que la mujer mexicana que lo había ayudado en esa carrera contra el tiempo tal vez había escrito partes ella misma. Contaba en paralelo su época más acosada por la escasez económica, y una historia tal vez real de un amigo reo, ladrón, que resonaba como el origen posible de Plata quemada. Recordando a mi padre y un título de sus épocas de lector joven que a veces usaba en la conversación, cuando la comenté en mi página de Noticias titulé: “La novela de un joven pobre”.

Como al principio el avance de la enfermedad parecía aún más virulento que en Fontanarrosa, el alargue y la increíble cantidad de libros que iban saliendo me hicieron irme para el otro lado. Cuando anunciaron la muerte, hace algunos días, me volvió a golpear. También recordé, como diría James Agee, “una muerte en la familia”. Mi hermana Ema, una gran tipa y fumadora sistemática, había muerto acompañada por un hijo y un hermano, en la calle, mientras llovía a cántaros, de un paro cardiorespiratorio. Cuando asistí al velorio, una compañera de sus épocas de docente comentó que un año antes le había dicho: “Sé que me queda poco, pero me voy a mover hasta el final”. Como lo hizo, al pie de la letra, Ricardo Piglia.