El primer recuerdo firme que tengo de él es de una reunión familiar a principio de los años ochenta en Adrogué. Tendría diez u once años entonces. La escena es imprecisa. Veo la cara de mi viejo, la de mi tío Roberto, alguno de mis hermanos y primos. Es como un sueño en blanco y negro, un sueño de perro, hasta que la voz de Ricardo se recorta en la conversación de los adultos y capta toda mi atención. Habla de unos corredores, runners, del furor que había visto en California cuando fue a dar clases allá en el setenta y siete. Un enjambre detipos desplazándose al tranco, uniformados con sus joggins, de día y de noche, por las calles de Los Ángeles haciendo footing. La imagen era inquietante. En la Argentina del fin del proceso, era muy poca la gente que corría con propósitos aeróbicos. En los suburbios era todavía más inconcebible la idea de correr por la vía pública sin un fin práctico, si no era para alcanzar un colectivo o para evitar que te chumbaran los perros sueltos, digamos. Esta escena que había planteado Ricardo, y su forma de explicarla, invitaba a sospechar de la existencia de un sentido oculto detrás de ese comportamiento. Era como si todas esas personas corriendo estuvieran diciendo algo de la sociedad de la que formaba parte: la posmodernidad, el vértigo capitalista, la alienación, el vacío, el individualismo narcisista... no sabría decirlo. La explicación que dio Ricardo a mí se me escapó, solo retuve la imagen de los corredores en la que estaba cristalizada. Siempre me sorprendió esa manera que tenía de mirar un hecho mínimo, microscópico, al que le practicaba un cruce teórico preciso y filoso, de escalpelo, que transformaba la anécdota en un núcleo de sentidos condensados. Ser escritor, empezó siendo para mí una actividad que identificaba menos con el mero acto de escribir, que con una forma de mirar en la que se entreveraba la experiencia con los saberes de la lectura. Experiencia y lectura, como dos líneas que se cruzan sobre un plano y definen un territorio, un lugar desde el que enunciar y una forma de hacerlo, eso que Ricardo llamabala estrategia de ficcionalización de una poética. El teatro de operaciones donde se libra la guerra del sentido,donde la vanguardia de ese ejército que retrocede, que era para Piglia la literatura, se juega todo.

En el documental de Andrés Di Tella sobre sus diarios, Ricardo fantaseaba con una idea que luego se vio urgido a concretar. Hablaba sobre la posibilidad de “regalarle” su vida a su personaje, a Emilio Renzi, publicando los diarios a su nombre. “No sé si voy a tener el coraje”, dudaba allí. Mudar la experiencia completa de la realidad a la ficción, ese sería el movimiento que estaba evaluando. En pleno dilema se le “embromó” la salud y ese contratiempo forzó la maniobra, el repliegue, o mejor dicho el reajuste de la estrategia, porque en ese reposicionamiento no hay claudicación o abandono de la posición. Buscaba en definitivauna forma que le permitiera seguir plantándose frente a las “tropas enemigas” con la misma dignidad y firmeza originales, de seguir combatiendo, como decía Mao y tanto le gustaba a Ricardo citar, “de derrota en derrota, hasta la victoria final”.

Hace unos años me convocó al estudio para darme unas fotos en la que estaba con mi viejo. Una de ellas está tomada en la puerta de la Facultad de Odontología el día que se recibió mi padre en el año 65. En la imagen ambos posan sonrientes rodeados de familiares y amigos. En el revés de la foto hay una frase que Ricardo escribió en aquel entonces: “Triunfadores del mañana”, dice. Esas tres palabras prefiguran una estrategia que Ricardo ya parecía tener clara a los 24 años. De lo que se trata es de no bajar nunca los brazos ni cuando esos brazos ya no te respondan, porque hay que seguir, porque a lo lejos en el horizonte, a veces más cerca y otras más lejos, siempre en el mañana, está la victoria final, el paraíso de los auténticos triunfadores.

La muerte lo encontró trabajando en un libro sobre las nouvelles de Onetti,un volumen que reuniría las nueve clases de un seminario que dio en la UBA en 1995. El texto ya estaba muy avanzado, pero seguía corregiéndolo y ensayando cambios en la estructura. Era infatigable. Venía de tres años de trabajo febril en los que, entre otras publicaciones y trabajos de edición, había completado los tres volúmenes de sus diarios (el último tiene fecha de edición en septiembre), y un volumen de relatos que saldrá recién en 2018. Su plan para este año era empezar con una novela, ya tenía el nombre -me contó Luisa- se llamaría La cura. El sentido del humor igual que la lucidez fueron cualidades que lo acompañaron hasta el final.