Nos citamos una tarde en el bar del Hotel Alvear, creo que a mediados de los 90. Ricardo, siempre tan atento al mundo de la edición, conocía bien Anagrama, yo había leído Respiración artificial (“quisiera estar en lo que escribo a la altura de este proyecto del que no hablo ni siquiera aquí”, Los años felices, p.200) en una edición de Pomaire y sabía de su gran prestigio. Estuvimos hablando largo rato de literatura, puso un especial énfasis en Nabokov y me felicitó por haberle dedicado una biblioteca de autor. Charlamos también de proyectos para Anagrama, de un posible libro de cuentos y me sentí feliz. Desconocía entonces cuantísimo le costaba dar por terminado un libro, como se demuestra cabalmente en Los diarios de Emilio Renzi. Además, luego ganó un aciago Premio Planeta y pensé que nuestros caminos se separaban sin haber empezado. Pasaron unos años hasta que un día antes de ir de vacaciones me topé en la librería La Central con una antología de cuentos suyos publicada en México, con prólogo de Juan Villoro, y me entusiasmó. Al regreso, le pregunté a su agente si, por casualidad, había algún título suyo disponible para publicarlo. Y para mi sorpresa, todo Piglia menos un libro de cuentos estaba libre. Y entonces empezó nuestra tan feliz relación editorial: en el año 2000 publicamos Formas breves y Plata quemada, y luego sus siguientes libros y recuperamos los anteriores. 

Ricardo era, a mi juicio, además un grandísimo ensayista. Formas breves, Crítica y ficción, El último lector, Piglia replanteó la literatura argentina con Roberto Arlt y, naturalmente, Gombrowicz como figuras centrales, y desde luego, impagables sus análisis de Borges o Manuel Puig, por ejemplo, o las pinceladas sobre los “jóvenes turcos” lacanianos Germán García, Lamborghini o Gusmán, al frente de la (adecuadamente críptica) revista Literal, y tantos otros textos que han enriquecido, modificado y perfilado la percepción sobre la literatura argentina. Obviamente Piglia es uno de los escritores fundamentales de nuestro catálogo. Y me emocionaba ver como su prestigio crecía y crecía también en España (como muestras, el Premio de la Crítica a Blanco nocturno y el Premio Formentor que se le otorgó en 2015) y también internacionalmente: entre otros, los excelentes editores y grandes amigos Christian Bourgois, Klaus Wagenbach y Feltrinelli publicaron fielmente sus libros.

Pero, como es sabido, sus alusiones a sus diarios eran frecuentes en la conversaciones, bromeaba diciendo que escribía sus novelas, cuentos y ensayos solo para conseguir que le publicaran después sus diarios. Si el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi me deslumbró, el segundo redobló el deslumbramiento: es uno de los libros que más he disfrutado, leído y releído en los últimos años. Asistir a sus reflexiones literarias, culturales y políticas, su inagotable curiosidad intelectual (y amatoria), la relación con sus amigos y amigachos variopintos (omnipresente y singular David Viñas), su constante pulsión de editor, tan temprana, era un festín. Y constatar que al igual que yo, en mi juventud, tuvo dos importantes referentes, Sartre y Pavese, en especial El oficio de vivir (un libro que nunca pudo “soltar”, escribe), y curiosamente el primer libro de Anagrama que tuve entre mis manos fue la traducción catalana de Il mestiere di vivere.

Tuvimos una relación muy cordial desde el principio y nos vimos con frecuencia en Buenos Aires, Barcelona y Madrid. Nos reíamos y bebíamos botellas de vino tinto sin parar en nuestras comidas, hablando de literatura y edición, y desde luego no faltaban los gossip, redoble de carcajadas, su cálida risa. Y estar en sus ruedas de prensa y en sus conferencias era asistir al espectáculo de su inteligencia, todo el mundo levitando.

En estos años y meses finales nos fuimos enviando correos electrónicos, pese a estar “un poco embromado” por la enfermedad, como escribió con gran elegancia en Años de formación. Para agregar enseguida, genialmente, “loco de pánico”.