Detalle: En El último lector Piglia narra una escena inquietante. Manuel Baigorria, coronel unitario que en lugar de exiliarse en Chile o Montevideo se fugó del rosismo convirtiéndose en ranquel, se arma un rincón en la toldería para leer, todos los días, el Facundo. El ejemplar había sido maloneado y le faltaban algunas hojas. Lo narra, dice, el propio Baigorria en sus Memorias. Atesoro esa anécdota para pensar al Facundo como parte de un tembladeral que su autor quería conjurar con enfáticas dicotomías. Piglia es un artesano de esos hilados. Busca en el rincón el detalle que tuerce las interpretaciones consabidas. El ejemplar perdido. Hay que mirar como miope para encontrar esas minucias.

Escenarios: No hay libro fuera de lugar, de algún modo cada cual forja el propio. Playa: encuentro casual con algunos amigos. Dos de ellos, que venían de distintas ciudades balnearias tenían el mismo libro: Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación. Charlamos largamente sobre la obra de Piglia, sin saber que al día siguiente llegaría su muerte. Cada uno eligió, en esa conversación, su preferido. Mayor homenaje a un escritor no habría que esa charla circunstancial, plena de opiniones, recomendaciones mutuas: contagio de la alegría del lector. Él fue, para todos, un lector ejemplar. 

El amigo: Me quedé prendada con el segundo tomo de Los diarios…, Los años felices. Aspirante a filóloga genetista, ansiosa por querer saber cuándo escribió cada entrada: si en la fecha que menciona, si durante estos años, si en estos meses con su ojo insomne y activo. Implacable su retrato de Viñas. A la vez, cada frase del amigo, cada visita inesperada, cada rollo con el dinero, cada argucia para zafar inventando alguna catástrofe, me eran conocidas. Conocí más a Piglia narrándolo que al David narrado. 

Literatura: En Los años felices va y viene sobre el argumento de Plata quemada. Décadas de escritura. Es precisa y filosa, se hunde en un idioma popular y sueña el potlach del dinero que se hace humo. La controversia por el premio Planeta y una desdichada foto empañaron la relevancia de la obra. Corría 1997. En El ojo mocho escribí una crítica dura y poco interesante. Presunciones de jovencita, con más vocación de pelea que herramientas interpretativas. Ricardo la leyó, lo supe mucho más tarde, y creyó que no me gustaba su literatura. No era así. Encontraba en su ficción la ferocidad del lector que se apropia del pasado para decir, cada vez, sus propios entusiasmos. 

Eternidad: En 2015, cuando se acercaba el final de la gestión del Museo del libro y de la lengua, imaginamos como muestra un Museo de la eternidad, un museo de las ficciones y los artefactos que quisieron detener el tiempo, evitar la muerte, interrumpir cualquier fin de ciclo. Era un homenaje al museo de La ciudad ausente, con su máquina parlante, esa mujer inmóvil que narra y narra. La volví a leer. Le dije a Ricardo que creía que él había escrito su destino en esa reescritura de Macedonio. Cadena de lectores que nos encadena, no a un linaje, sino a una suerte de fatalismo, el de proyectar sobre nuestros aconteceres vitales la sombra de la narración que los anticipa. La muestra era un homenaje: el reconocimiento de que sus libros obraban en nuestra imaginación.

Ella: Llega la noticia mientras leo la Correspondencia de Néstor Perlongher. Allí se multiplican las cartas a Beba, la “del corazón almenado”, la amiga que peregrina al Padre Mario para pedir la cura, la alegrísima compañera que rememora el escritor. Beba, también, en los Diarios de Emilio Renzi. No musa, hacedora intelectual. Inversión de la despedida macedoniana: es ella la que duela, también ahora.

Crítica: Él pensó su escritura en la esquina entre Borges y Arlt: ya no como avenidas paralelas y antagónicas sino como nombres de una productividad singular de la literatura argentina. Esa esquina configura la singularidad de su apuesta. Hay un modo Piglia de leerlos y si ese modo no los agota –un clásico lo es por inagotable, no por persistente–, sí se presenta como imprescindible. Su lectura parece parte del orden de las cosas, una necesidad de los propios objetos. Sobre esa decisión crítica forja su propia ficción. 

El lector: En Los años felices vi funcionar su método de cerca: cuando grabó dos series de programas de clases –sobre la novela argentina y sobre Borges– y luego en la adaptación televisiva de las novelas Los siete locos y Los lanzallamas. Esos programas fueron aventuras compartidas por la Televisión Pública y la Biblioteca Nacional. Ricardo fue su impulsor y fundamental hacedor. Desvelado por mostrar cuán vivas están ciertas obras, a las que se puede volver con el ímpetu de la traducción y el deseo de la transposición. Ese desvelo ahora nos pertenece: debe ser arrojado, también, sobre sus libros. Nos esperan como lectores miopes, apegados a la letra, pero también escritores tomados por el deseo de ficción. Inagotables, nos esperan, como buenos clásicos.