Es imposible abstraerse de la percepción de que nosotros no hemos provocado la masiva y repentina aparición de extraños en nuestras calles ni tenemos control alguno sobre semejante fenómeno. Nadie nos lo consultó; nadie pidió nuestro consentimiento. No es de extrañar, pues, que las sucesivas oleadas de nuevos inmigrantes sean vistas con malos ojos, como si fueran (por citar a Bertold Brecht) “heraldos de malas noticias”. Personifican el derrumbe del orden (comoquiera que definamos el concepto de orden: una situación en la que las relaciones entre causas y efectos son estables y, por consiguiente, comprensibles y predecibles, lo que permite a quienes se hallan en ella saber cómo proceder), de un orden que ha perdido su fuerza aglutinadora. Los inmigrantes son una reedición actualizada –“nueva y mejorada”, además de más seriamente tratada– de aquellos “hombres anuncio” de los frívola e irreflexivamente locos años veinte del siglo pasado que llevaban por las calles de las ciudades, repletas de crédulos juerguistas, carteles en los que se anunciaba que “el fin del mundo está cerca”. Son, por citar las lacerantes palabras de Jonathan Rutheford, quienes “transportan las malas nuevas desde un rincón lejano del mundo hasta nuestra puerta”. Hacen que cobremos conciencia de algo que con gusto olvidaríamos o, mejor aún, desearíamos que desapareciera y que no dejen de recordarnos: me refiero a unas fuerzas globales, distantes, de las que se oye algo de vez en cuando, pero que permanecen generalmente ocultas a nuestra vista, intangibles, críticas, misteriosas y difíciles de imaginar, y que, de todos modos, son suficientemente potentes como para interferir también en nuestras vidas sin que nuestras preferencias importen lo más mínimo en ese sentido. Las “víctimas colaterales” de esas fuerzas tienden a ser percibidas (conforme a cierta lógica viciada) como tropas de vanguardia de las mismas que están ahora acuartelándose en nuestro seno. Esos nómadas (que no lo son por elección propia, sino por el veredicto dictado por un destino cruel) nos recuerdan de manera irritante, exasperante y hasta horripilante la (¿incurable?) vulnerabilidad de nuestra propia posición y fragilidad endémica de ese bienestar nuestro que tanto nos costó alcanzar. 

Tenemos la humana (demasiado humana) costumbre de culpar y castigar a los mensajeros por el aborrecible contenido de los mensajes que portan, mensajes como, en este caso, los de esas fuerzas globales desconcertantes, inescrutables, aterradoras y, con razón, odiadas que, según sospechamos (también con bastante razón), son responsables de la angustiosa y humillante sensación de incertidumbre existencial que arruina y avasalla nuestra confianza, y que causa estragos en nuestras aspiraciones, sueños y planes de vida. Y, si bien no podemos hacer practicamente nada para domeñar las esquivas y lejanas fuerzas de la globalización, sí podemos al menos desviar las iras que nos han provocado y nos continúan provocando, y descargar nuestra cólera –indirectamente– sobre quienes, siendo producto de esas fuerzas, tenemos más a mano y a nuestro alcance. Con ello, desde luego, no nos acercaremos lo más mínimo a la raíz del problema, pero tal vez nos aliviemos –durante un tiempo, al menos– de la humillación de nuestro desvalimiento y nuestra incapacidad para resistir la anuladora precariedad de nuestro lugar en el mundo. 

Esa retorcida lógica, la mentalidad que genera y las emociones que libera sirven de fertilísimo y nutritivo pasto en el que muchos buscadores de votos se sienten tentados a pacer. Se trata de una oportunidad que cada vez más políticos detestarían perderse. Sacar partido de la inquietud provocada por la afluencia de extranjeros es una tentación que muy pocos políticos (instalados en un cargo o aspirantes a estarlo) podría resistir. Los políticos pueden desplegar, y despliegan, muchas (y muy diferentes) estrategias para aprovechar esta oportunidad, pero hay algo que debemos tener muy claro: la política de separación mutua y mantenimiento de las distancias, de construcción de muros en vez de puentes, no conduce a ninguna parte mas que al erial de desconfianza, distanciamiento y bronca mutuos en que estamos. Aunque engañosamente aliviadoras en el corto plazo (pues apartan de nuestra vista la dificultad real), se trata de unas políticas suicidas que no sirven más que para acumular carga explosiva para una futura detonación. Así que también debe quedar muy clara una conclusión que se extrae de todo ello: la única vía de salida de los desasosiegos presentes y de las aflicciones futuras pasa por rechazar las traicioneras tentaciones de la separación; en vez de negarnos a afrontar las realidades de los desafíos que plantea esta época lavándonos las manos y aislándonos de fastidiosas diferencias, disimilitudes y alejamientos autoimpuestos, debemos buscar ocasiones para entrar en estrecho y cada vez más íntimo contacto con ellas, con la esperanza de que de ello resulte una fusión de horizontes; en vez de la fisión (inducida y artificiosa, pero también autoexacerbada) de los mismos.

Sí, soy plenamente conciente de que elegir ese itinerario no va a asegurarnos una vida totalmente despejada de nubarrones y problemas, ni que la tarea que demanda nuestra atención vaya a poder hacerse sin esfuerzo alguno. Ese camino se adivina más bien desalentadoramente largo, movido y espinoso. No es probable que proporcione un alivio inmediato a la inquietud: de hecho, puede que, de inicio, desencadene incluso más temores y agrave aún mas las suspicacias y animosidades ya existentes. Da igual, no creo que haya una vía alternativa más corta, más cómoda y menos arriesgada para solucionar el problema. La humanidad está en crisis y no hay otra manera de salir de esa crisis que mediante la solidaridad entre los seres humanos. El primer obstáculo en ese camino de salida del alejamiento mutuo es la negativa a dialogar: el silencio nacido de la autoexcusión, de la actitud distante, del desinterés, de la desatención y, en definitiva, de la indiferencia. La dialéctica del trazado de fronteras no debe concebirse como una díada de amor y odio, sino más bien en términos de una tríada: la del amor, el odio y la indiferencia o el abandono. 

Zygmunt Bauman murió el lunes 9 de enero, a los 91 años. Sociólogo, filósofo y ensayista polaco, fue una de las voces más críticas con la sociedad contemporánea, individualista y despiadada, a la que definió como “modernidad líquida”. Este extracto proviene de su último libro publicado en español, el flamante Extraños llamando a la puerta (Paidós), en el que analiza los orígenes, la periferia y el impacto de las actuales olas migratorias.