Los calchaquíes arribaron portando la serenísima reina de los ángeles de la madre maría santísima, una escultura ordinaria, tallada en madera, a la que veneraban: la Virgen del Rosario sosteniendo al niño con expresión candorosa. Los españoles asentados en la aldea no contaban con una reliquia de peso. Apenas en un rancho cubierto de paja se había levantado un rudimentario oratorio, una cofradía para la oración, la piedad y la misa que había mandado construir Domingo Gómez Recio a la vera del arroyo Saladillo. Esa capillita se bautizó como “Nuestra Señora de la Concepción” en homenaje a los emperadores que portaban como estandarte en sus campañas militares a la “Inmaculada María, la protectora”.

La explotación de las tierras del difunto Romero de Pineda derivó en dificultades financieras que llevaron a su hijo Domingo a asociarse con el capitán Ambrosio de Alzugaray, quien se hizo cargo de la administración de la estancia hasta 1720, el año en que partió a Santa Fe a pelear contra los indios. El capitán encontró la muerte en el campo de batalla. Fue degollado por los bravos abipones.

Su hijo, el presbítero Ambrosio Alzugaray, se encargó de redactar una carta a las autoridades eclesiásticas donde sugería quedarse con la virgen de los calchaquíes. Era una imagen mucho más decente que la que tenía su tío Domingo. Aquí no valían los derechos de propiedad para los indios amigos de Godoy, pensaba el curita. El cacique Lencina reclamó en vano a Zavala la creación de una reducción en el nuevo lugar que ocupaban en el Rosario. El gobernador no sólo rechazó el pedido sino que les dio víveres y materiales para que se fueran del pueblo con el argumento de que, al aumentar el vecindario, ya no era posible que españoles e indios convivieran en un mismo lugar. Cerca del Carcarañal levantaron tolderías, fueron bautizados, se les hizo un oratorio, tuvieron su cura doctrinero y desde la Guardia del Carcarañá, haciendo honor a su definición de indios reducidos por la Iglesia, colaboraron en garantizar la seguridad de los viajeros y las caravanas comerciales. Llamaron Calchaquí al pueblo.

Aquellos indios, en lugar de aumentar su población, se fueron extinguiendo poco a poco.

Francisco Xavier de Echagüe y Andía, teniente de gobernador, sí sabía que la imagen de la Virgen había pertenecido a los calchaquíes. Le pidió al nuevo gobernador de Buenos Aires, Miguel de Salcedo, que intercediera ante el padre Alzugaray para que devolviera la Virgen. La muerte lo sorprendió antes de ver concretado su deseo. El cabildo de Santa Fe recibe un exhorto de Pedro Rodríguez, Cura Rector, Vicario y Juez Eclesiástico. Dice el acta capitular: “Solicita se le informe si la imagen de Nuestra Señora del Rosario, de la capilla del Salado Grande, pertenece a los españoles de aquel partido o a los calchaquíes, en razón de la competencia entre el cura Ambrosio de Alzugaray y Fray Lucas de Leguizamón, doctrinero de dichos indios”.

La virgencita, la primera de todas, la de la naciente parroquia, la María que trasladaron capitanes, terratenientes y sacerdotes de estancia a estancia ante el malón indígena, la tallada en palo de yerba, madera de la zona, originariamente de bulto, como el resto de las imágenes anteriores al siglo XVIII, con sus vestiditos y alhajas, le fue entregada bajo custodia al cura Alzugaray por el deber cumplido de no entregar jamás la imagen a los calchaquíes.