La adecuada comprensión del conflicto entre EEUU y China requiere descartar dos falsas interpretaciones: una, que se trata de una “guerra comercial”; otra que se genera por la personalidad peculiar del Presidente de Estados Unidos y que, además, va a contrapelo de los deseos en su propio país. Claro que Trump puede pesar y que el combate se inicia a partir decisiones económicas en su aspecto comercial. Pero el fundamento de la disputa es mucho más profundo y por lo tanto se trata de una cuestión que será duradera y que podrá manifestarse en otros aspectos además del comercial. El fondo del enfrentamiento es un conflicto insoluble sobre visiones o proyectos distintos del orden mundial que son incompatibles, aunque puedan llegar a convivir. Mientras la futurología de la trayectoria del conflicto está siempre abierta y difusa, es pertinente su análisis, que aquí toca solamente la visión de EEUU del mismo.

A pesar de la expresión “guerra comercial” que definiría el conflicto, Trump anunció, en diciembre pasado, los cambios en su política comercial. En el documento de la futura estrategia de Seguridad Nacional China es calificada como competidora estratégica y como un país que desafía los valores y la influencia de Estados Unidos. Trump anuncia que aplicará medidas comerciales contra sus rivales – es decir, China – que hacen violaciones en este ámbito. Pero el informe también acusa a Pekín de cuestionar las normas internacionales y manifestó la preocupación del fracaso de décadas de esfuerzos de Estados Unidos para permitir que China se integre en el orden internacional y se liberalizara. Los líderes del Partido Comunista de China fueron acusados de intentar extender las características del sistema autoritario del país, de robo de propiedad intelectual y buscar la expansión de su modelo de economía. En resumen, China fue acusada de país 'revisionista' que pretende modelar el mundo de acuerdo a sus valores e intereses que son diferentes de los norteamericanos – o sea, establecer un orden mundial diferente al diseñado luego de la Segunda Guerra Mundial por Estados Unidos. Así, lo que se debe entender es cómo la “guerra comercial” es en realidad para Estados Unidos un conflicto de Seguridad Nacional y de definición de Orden Mundial.

Se entiende que el orden mundial actual surgió de la Paz de Westfalia de 1648 que puso fin a la desgastante Guerra de 30 años en la cual prácticamente toda Europa se confrontó sin tregua. En realidad, era una continuidad de diversas confrontaciones que hacían parte de la vida cotidiana europea desde hacía siglos, que se venían agudizando fuertemente desde que Carlos de Habsburgo unificó gran parte del continente y procuró conquistar – mediante el proyecto de Monarquía Universal – el resto de Europa respaldado por la inmensa plata que extraía del recién conquistada América. Westfalia así sancionó el acuerdo que había sido una mera tregua en la Paz de Augsburgo (1555) entre católicos y protestantes que estipulaba Cuius regio, eius religió – a grosso modo “a tal rey, tal religión”. Es decir, el principio de no-intervención en asuntos internos de un Estado, concepto de soberanía que se considera — no sin controversias — está detrás el sistema moderno internacional de Estados-Nación. No que esto se haya respetado, en la práctica después de 1648; más bien lo contrario, no sólo se hizo más frecuente, sino también los conflictos se convirtieron de mayor envergadura en todos los sentidos hasta su ápice con la Revolución Francesa y las Guerras Napoleónicas que, al transformar al siervo feudal en ciudadano-soldado en defensa de la “patria”, definió la transformación moderna de la soberanía de Westfalia como autodeterminación de los pueblos.

Entre Westfalia y la caída de Napoleón (1815) con generosidad conceptual podrían señalarse unos pocos Estados europeos en ese sentido moderno (Holanda, Inglaterra-Reino Unido, Portugal, Suiza). Desde entonces, el proceso se acentúa luego de sobrepasar el Sistema Mitternich acordado en el Tratado Viena entre los Ancien Régimes europeos que sólo consiguieron contornarlo hasta mediados del siglo XIX.  Pero en el continente americano esa transformación social la inauguró Haití y tomó fuerza después en el resto de América Latina. Claro, el caso inicial fue Estados Unidos en 1783 cuyo pueblo había cortado la sujeción colonial británica. Así, el concepto del Estado-nación como expresión de un pueblo libre se encuentra íntimamente ligada a la visión de orden mundial estadounidense. Woodrow Wilson intentó aplicarlo en la fallida Liga de las Naciones después de la Primera Guerra Mundial y luego fue incorporado a la actual Naciones Unidas tras la Segunda. Según expresa la Carta de Naciones Unidas, todos los miembros son de “igualdad soberana” más allá de su tamaño o poder por lo que “nada puede autorizar la intervención en asuntos que son básicamente dentro de la jurisdicción doméstica de cualquier Estado”. Este concepto de “a cada pueblo, su Estado-nación” fue impulsado por EEUU en las descolonizaciones europeas y tras la caída de la Unión Soviética.

Pero la continuidad entre el concepto de orden mundial de Westfalia y el actual promovido por EEUU presenta una importante diferencia. Como observa, en su “Orden mundial: Reflexiones sobre el carácter de las naciones y el curso de la historia” (2014), el perspicaz Henry Kissinger Westfalia constituyó una acomodación práctica a una realidad: ningún Estado conseguía dominar al resto porque existía un control mutuo de todos los demás frente al que les amenace su existencia con su expansión (la “Razón de Estado” del Cardenal Richelieu). Es decir, el reconocimiento que existía un balance o equilibrio de poder entre los Estados europeos. Aquí, Kissinger apunta que no hubo una motivación moral detrás de Westfalia. Aquí entiende Kissinger que reside una diferencia crucial entre este proyecto de Orden Mundial europeo del que germinaría en el “Nuevo Mundo”: el Orden Mundial surgido desde Estados Unidos no reconocía enemigos y procuraba la convivencia pacífica entre todos los Estados.

Así, mientras el modelo europeo generó políticas externas calculistas en base al interés nacional, la política externa de EEUU sería fundamentalmente moral. En este aspecto, los estadounidenses se consideran diferentes al resto del mundo y portadores de una moral superior que deben preservar y extender por todo el planeta. El requisito de convivencia pacífica mundial para Estados Unidos no consistiría en un cierto equilibrio de poder, si no en la verificación de ciertos valores morales en las distintas sociedades. Dicho de otra forma, que las demás sociedades sean semejantes a su sociedad. Así, está dada “la frontera”; y más allá de ella se encuentra “un otro” que, por ser diferente, se convierte en “amenaza”. Esto porque entiende que su principal valor moral es la “libertad”. Un país “libre” tendría sus instituciones: democracia, libre-mercado, régimen republicano, libre-expresión… Los Estados que no las tienen, no son libres — y, por lo tanto, constituyen una amenaza para el país. Frente a este peligro, urge a Estados Unidos actuar para preservar y extender sobre el mundo sus valores, fundamentalmente, libertad.

Es decir, a diferencia de los Estados-nación europeos que, tanto antes como después de Westfalia, intervinieron sobre otros para colonizarlos, EEUU sólo lo hace por una cuestión de seguridad nacional para liberarlos de quién les impide ser libres. Por eso, como el propio Kissinger admite, Estados Unidos cuestiona la idea de no-intervención como amoral cuando un Estado sufre un dominio interno que reprime las libertades. Pero una vez logrado este objetivo, no pretende colonizarlos, si no retirarse para que estén en condiciones de adoptar las instituciones que representan la libertad. Estos conceptos y prácticas han sido constantes en Estados Unidos, desde el Discurso de Despedida de la Presidencia de Washington — que consideran la piedra fundamental de la política externa del país hasta hoy — pasando por Doctrinas como las de Monroe y de Truman, como también intervenciones como las de Cuba y Hawaii. Esto porque la preservación de valores americanos es mejor servida mediante el rol policial mundial de EEUU. Es el proyecto de Jefferson del Imperio de Libertad que plasma el concepto kantiano de libertad perpetua logrado mediante la continua expansión de un Estado dominando a los otros que, en carne y hueso, lo sufrieron los “indios” en la llamada “Conquista del Oeste” tomados prácticamente como parte de la naturaleza salvaje, a la par de los búfalos y el desierto, cuya mera existencia amenazaba el Destino Manifiesto de asentar la sociedad libre en su proyección hacia el océano Pacífico.

Así como sucedía con la antigua discusión marxista respecto a la posibilidad de existencia del socialismo en un sólo país, la expansión histórica arrolladora de Estados Unidos expresa el temor de la posibilidad del libre-mercado capitalista en un sólo país. Un sistema social alternativo — “el otro diferente” — a sus ojos constituye una amenaza porque su sola existencia puede derivar en la extensión de este orden social sobre el mundo colocando en riesgo la existencia de la sociedad libre estadounidense. Así, el lugar de los indios sería luego sucesivamente ocupado por las potencias europeas colonizadoras, los alemanes, los nazis y fascistas, los japoneses, los soviéticos-marxistas, el fundamentalismo islámico… Y, en las últimas dos décadas, en forma creciente, China.

Ya bajo Obama, las expresiones sobre que se aproximaba un inevitable conflicto con China para preservar el orden mundial liberal estadounidense eran grandes. Un caso es Michael Pillsbury que fue parte del grupo exclusivo de EEUU de Richard Nixon y Henry Kissinger que recompusieron las relaciones con China en 1971. Desde entonces, como él mismo expresa en su bestseller de 2015 The Hundred-Year Marathon, ha representado su país y tenido más acceso a documentación privilegiada china “que cualquier otro occidental”. Considera que, desde Nixon, los representantes de su país han querido a ayudar a una China víctima delimperialismo occidental a cualquier costo. Se considera parte de los que compraron la visión amistosa de los chinos creyendo que necesitaban tiempo para erguirse. Ahora, afirma Pillsbury, queda claro que “no quieren ser como nosotros”: “China ha fallado en satisfacer todas nuestras rosadas expectativas”. Afirma que China ha aprovechado toda la ayuda que desinteresada y gratuitamente EEUU le otorgó durante décadas en la forma de información sensible, tecnología, conocimiento militar, ayuda económica y comercial para que, en cambio, proseguir subrepticiamente su propio plan de cien años. Este consistiría en que el Partido Comunista Chinés en 2049, celebrando el Centenario de su Revolución, recoloque al país en dónde estaba hasta sufrir el siglo de humillación a partir de la Guerra del Opio en 1844 desde que Inglaterra y Francia iniciaron su desmembramiento: en el centro del mundo. Así, Pillsbury procura alertar a sus compatriotas,  que en su orgullo creen que la aspiración de todo país es ser como Estados Unidos, acerca de que China viene acelerando el cumplimiento de su ambicioso proyecto, que también sería “el más sistemático, gigantesco y peligroso fracaso de inteligencia en la historia americana”. 

 

(*) Andrés Ferrari Haines es profesor de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul, Brasil. @Argentreotros. Colaboró en esta nota Betina Sauter