Si bien no puede considerarse que La quietud, la última película de Pablo Trapero, sea su obra maestra constituye, como suele suceder con los filmes del director, un acontecimiento imperdible e ineludible.

Y eso, por varias razones y principalmente para la comunidad LGTBIQ. Primero, porque por primera vez la ficción argentina –y con pocos antecedentes mundiales, y eso quizás constituya el aire de los tiempos del Girl Power expresado localmente en el “¡Vamos las chicas!”–, el tradicional mito fundador de un nuevo orden social que surge de la resolución del conflicto fraterno que explicitara el antropólogo René Girard es asumido no por hombres sino por mujeres hermanas cuasi gemelas. Dejando definitivamente atrás a figuras anquilosadas y sacudiendo el polvo de Caín y Abel, Esaú y Jacob, José y sus hermanos, Rómulo y Remo, en la ficción de Trapero las hermanas rivales son Mía y Eugenia (Martina Guzman y Bérenice Bejo devenidas idénticas gracias a las artes del director que las filma de manera tal que en algunas escenas se confunde la una con la otra). 

Segundo porque el caos anterior que también escribe Girard, el desorden que intenta ser escondido con el falso orden de la quietud neocapitalista es producto y consecuencia de la pestilente dictadura militar. Eso permite a Trapero explorar un tema pocas veces tratado: la complicidad de la sociedad civil con el proceso militar y la apropiación de los bienes de los desaparecidos por parte de sectores de la burguesía pampeana. No casualmente la película comienza cuando el patriarca (Isidoro Tolcachir) sufre un ACV en plena citación judicial en la cual debía dar cuenta de los delitos mediante los cuales fundó su poder y su riqueza. El símbolo material y simbólico de esa riqueza es la estancia denominada “La quietud”. Sin embargo, hay que temer más a las aguas quietas que a las turbulentas. Cuando la causa judicial avanza el orden montado sobre tempestades criminales se desestabiliza y el orden nuevo está por hacerse. Para ello llega Eugenia, la hermana menor desde París y se reencuentra con su familia. Es decir no solo para acompañar al padre enfermo sino para batirse en un duelo de rivalidad –por el amor del padre, por el de la madre, por el de los esposos y amantes de las mujeres que son también intercambiables, por el poder y por el futuro– que esconde las corrientes libidinales que las hermanas se profesan la una por la otra. 

Y entre las terceras y cuartas razones por las cuales hay que aventurarse a la película de Trapero están las inéditas, realistas y estéticas escenas de alto voltaje erótico entre las hermanas que no encuentran tampoco antecedente cinematográfico (el único paralelo que puede establecerse es masculino y es la cópula entre los guapos hermanos Nielsen según la versión cinematográfica de Carlos Hugo Christensen del relato La intrusa de Borges pero filmado en el liberador y alegre Brasil). Si bien es una suerte de masturbación compartida –en la que precisan no casualmente la incorporación de un tercero imaginario en el relato para excitarse (siguiendo las hipótesis de Girard del deseo triangular), la escena es sugestiva y perturbadoramente subversiva. A eso hay que sumarle la escena en que Graciela Borges (a esta altura, un icono gay y lésbico) comienza a masturbarse y como frutilla de postre -para los gays, las mujeres y lxs bisexuales, claro-, la escena de sexo de Eugenia con el personaje que interpreta Joaquín Furriel y que representa a uno de los hombres, objetos intercambiables del deseo mimético fraterno. 

La frutilla del postre para las locas malas es el personaje de Esmeralda que da pie a Graciela Borges a interpretar magistralmente a una malvada memorable sin ambages, dominante –sin dudas el orden anterior también era matriarcal–, asesina y psicópata que parece sacada de las más cruda de las telenovelas. Porque, hay que decirlo, en La quietud, Trapero no teme a los excesos y a los riesgos y aunque con desiguales resultados resulta desafiante la forma en que combina diversos géneros desde la cultura popular y el melodrama llevado al límite del absurdo, pasando por el erotismo desatado y las extravagancias propias de un Buñuel hasta ciertos toques a lo Bergman en retrato de la oscuridad de las relaciones familiares  y que pretenden ser desentrañadas a partir de escenas largas y diálogos interminables (o en el monólogo en que Esmeralda pretende explicitar y justificar los motivos por los cuáles no ama a su hija Mía).  

Finalmente, y eso no es un dato menor, la película da cuenta de que las féminas siempre están un paso adelante porque si frecuentemente la resolución de la rivalidad fraterna en los mitos clásicos es el fratricidio, en este caso, la vía de resolución es el amor subversivo.