Desde Barcelona
UNO
Las gracias se dan pero el perdón se pide. Lo pide quien lo otorga a aquel a perdonar (“pídeme perdón”) o lo pide aquel que desea ser perdonado (“perdóname”). Y, si las cosas van bien, entonces se lo conceden más o menos mutuamente.

Pocas acciones tan trascendentes –y al mismo tiempo más efímeras e instantáneamente archivables– que la de pedir perdón. Tiene algo de truco de magia sencillo pero aun así efectivo: ahora lo escuchas, ahora ya no lo escuchas; y presta atención porque, si te descuidas, ni siquiera estarás del todo seguro de haberlo oído, entre dientes o entre labios.

Errar es humano, perdonar es divino. Pedir perdón no es ni una cosa ni la otra.

Tal vez por eso, cada vez se pide menos, se ofrece en decrecientes cantidades, se encuentra con poca frecuencia en las estanterías mientras aumenta la fabricación de perdonavidas, que no es lo mismo.

DOS Y de un tiempo a esta parte, Rodríguez se ha venido cruzando con artículos de o entrevistas al barcelonés a Joan-Carles Mèlich –filósofo de poco más de cincuenta y cinco años y “agnóstico de cultura cristiana”– quien viene a ser algo así como un especialista en la materia intangible pero valiosa del perdón. Un perdonólogo. En una entrevista, se le pregunta a Mèlich si “usted perdonaría al terrorista que asesina a su familia por una causa”. Y el hombre responde algo que a Rodríguez le pareció muy interesante a la vez que... interesante: “No hay motivos para perdonar, por eso mismo el perdón es absurdo y por eso es perdón. Tan sólo se puede perdonar lo imperdonable. El perdón no restaura, pero sin él no hay restauración posible. Así que, al menos, intentaría perdonar a ese terrorista”.

Y, claro, aquí el verbo operativo/clave –más que perdonar– es intentar. 

TRES Y en uno de sus ensayos, Mèlich insiste en el misterio: “No es fácil hablar del perdón. Desde el inicio nos encontramos con una serie de interrogantes que nos dejan perplejos: ¿qué significa perdonar?, ¿qué se puede perdonar?, ¿quién puede perdonar?, ¿a quién se puede perdonar?, ¿qué es lo que no se puede –o no se debe– perdonar?, ¿existe lo imperdonable?, ¿qué diferencia hay entre el perdón, la disculpa, la clemencia, la amnistía y el indulto? Sin duda son preguntas que la filosofía no puede eludir. Pero, en cualquier caso, algo parece claro: estamos viviendo un momento histórico en el que se usa demasiadas veces la palabra perdón a la ligera”.

Por lo que –cree entender Rodríguez– de lo que se trata de tratar es de no perdonar ni de pedir perdón indiscriminadamente ni de entender el acto de ser perdonado como forma de justicia que exonera de toda falta presente. 

Lo que no es sencillo en tiempos en que todos se la pasan disculpándose con rostro de no sentir la más mínima de las culpas por lo que han hecho o deshecho.

CUATRO Así, el pedir perdón debería ser un profundo y auténtico sentimiento. De ahí eso de “lo siento”, piensa Rodríguez. Sentirlo de verdad. El problema, apunta Mèlich, es que no existe una máquina de medir la sinceridad (y las “de la verdad” suelen ser más que falibles o engañables) y que cada vez existen más formas alternativas/distractivas del pedir perdón. Perdones placebos en los que se intenta anticiparse o neutralizar el espanto de que no se te conceda. Sucedáneos que te permitan un “yo ya me disculpé y listo” sin pensar en que el perdón es cosa de dos o de varios pero nunca de uno. En cualquier caso, vivimos en la Era del Perdonista Autoperdonante. Días y noches en las que pedir perdón por teléfono (y ni siquiera conversando con aquel a quien se lo pide sino difundiéndolo en un mensaje para que todos los vean) no sólo alcanza y sobra sino que además se propone como una forma de ser gustado y seguido por cualquiera que pase por allí.

Así, lo virtual como virtud.

CINCO Y, piensa Rodríguez, no es casual que el emoji correspondiente al acto de perdonar se parezca tanto pero tanto al de rezar. Después de todo, la cada vez más imperdonable Iglesia Católica. Esa de la que el gobierno español se dispone a difundir lista de propiedades a lo largo y ancho del país, incluida la de la mezquita de Córdoba, registrada a su nombre en 2006 por 30 euros, precio del trámite; mientras que para visitarla se pagan 8 euros por persona entendidos no como entrada sino como “donación” y aleluya y multiplicación de las monedas y los billetes. Iglesia que lleva más de dos milenios lucrando con el negocio del conceder perdón. Ya se sabe: la catedral de turno como uno de esos gigantescos lava-autos de los que los fieles salen no oliendo a nuevo pero al menos perfumados hasta el domingo que viene e intentando no pensar en por qué temblará tanto ese monaguillo.

Ahora, Francisco insiste en que ha llegado el momento de tomar no al toro pero sí al macho cabrío por las astas y luchar contra “la plaga” que azota a los suyos. De ahí que Papman haya convocado a su Ocean’s 9 –los nueve cardenales que lo asesoran y que, se dice, lo detestan en su mayoría– a su Vaticueva para el próximo febrero y a ver qué se hace. Una cosa puede anticiparse: los poseídos jamás serán sometidos a los drásticos tormentos para expulsar al Demonio de sus cuerpos alguna vez promovidos por la Santísima Inquisición. Y nadie irá a la cárcel a la que van los pederastas que no tuvieron la inteligencia de ordenarse antes para enseguida desordenarse. Eso sí: seguro que Francisco & Co. pedirán perdón obligados más por las circunstancias que por la culpa. En cambio, el Dalai Lama –al ser un “maestro reencarnado”– sólo sabe perdonar, declinó toda disculpa por los suyos y, cualquier queja, pasársela a su siguiente encarnación.  

SEIS Porque ahí –según Mèlich– está el quid de la cuestión: no vale pedir perdón después sin sentirse culpable o al menos avergonzado antes. Y aquí vienen desde hace rato Juan Carlos I y su forzado “Lo siento mucho, me he equivocado. Y no volverá a ocurrir”. Y Donald Trump (al igual que los más dependientes independentista catalanes) considerando que todos deben pedirle perdón. Lo mismo Aznar; además de darle las gracias. Y Rajoy insinuando que todo eso de la moción de censura ha sido perdonado desde su provechoso retiro como registrador de la propiedad (por lo que lee Rodríguez, su verdadera vocación política era más la de ex presidente que la de presidente). Y los políticos españoles renunciando luego de que se probase que falseaban currículums celebrados por su “gran gesto” (el dimitir entendido como una forma épica y subliminal de pedir perdón sin tener que pedirlo) cuando, tal vez, deberían haber hecho antes el pequeño gesto de no mentir masters o plagiar tesis de masters a los que jamás asistieron. Y –otra forma de religión después de todo, con millones de fieles atrapados en un engaño que les quita mucho más de los que les da en nombre de un Todopoderoso Algoritmo– las caritas de los/las CEOs de Facebook o Google o Snapchat rindiendo cuentas. Y pidiendo perdón por algo que no entienden por qué tienen que pedirlo pero, bueh, digamos sorry y a seguir con lo nuestro. Digamos “no hicimos suficiente” siendo plenamente conscientes de que no mentimos: porque la idea es hacer aún mucho más de lo que hemos venido haciendo hasta ahora. 

SIETE Al final, concluye Mèlich, pedir perdón es más espejismo que oasis: “Sin perdón no hay posibilidad de continuar, no hay posibilidad de reconciliación, no sólo entre la víctima y el culpable, sino también para la misma víctima. El perdón hace posible reconciliarse con uno mismo y seguir viviendo, pero sabiendo que la herida seguirá abierta. El perdón no cura ni cierra las heridas, todo lo contrario: las mantiene abiertas, pero eso no impide vivir, sino al revés, es la única posibilidad de vivir”.

Quién sabe...

Una cosa sí es segura: basta ir a Google y teclear sorry para descubrir que lo que se propone como primera opción son innumerables entradas relativas al automático “Sorry” del autómata Justin Bieber y no la desgarrada y humana “Sorry Seems to Be the Hardest Word” de Elton John. 

Lo que a Rodríguez le suena imperdonable.