Al bajar al subsuelo, un cartelito advierte: “Cumbia e zen”. Tras dejarlo atrás se devela todo un edén de pósters bailanteros, idénticos a los que decoran las paredes de Constitución, Nueva Pompeya o Liniers con ese tornasol jamaicano. Aunque en vez de irradiar shows de los conjuntos tropicales del momento, aluden a un sinnúmero de consignas ajenas a ese universo: desde el aiko hasta el budismo zen, pasando por el icono del afrobeat Fela Kuti o canciones de los Super Furry Animals de forma subliminal. Todos ellos, como si se trataran de los planetas del Sistema Solar, giran en torno a las deidades olvidadas de la cumbia santafesina: el Astro Rey, al menos para Martín Lapalma, quien en su Santa Fe natal comenzó odiándolas hasta entender que son inherentes a su idiosincrasia. “Me gusta que todo eso sean disparadores, porque luego podés googlear lo que está ahí y saber de qué trata”, comparte el artista visual. “No sólo es un homenaje, sino un marco poético visual, en esta época de urgencia de contenidos, que se despega del grafiti.”

En este espacio, los pósters típicos de la movida tropical se mimetizan con lienzos que parecen del palo. “Tuve que buscar una forma a la que me pudiera adaptar y en la que me sintiera libre. Es un trabajo que entra en un terreno que no es el del pintor”, explica Lapalma, que originalmente preparó Cumbia e Zen para la galería de arte contemporáneo carioca Saracura (por eso la “e” es más bien una “y”). “Más allá de que en la pintura pop hay un tratamiento de las figuras populares, llevar los afiches de cumbia a tela no lo vi nunca. En ese sentido, soy bastante clásico. Por eso elegí ese formato. Hacerlo en papel era más simple.”

Este pintor autodidacta, quien ostenta la sapiencia de un académico y la lucidez del que curtió la calle, al punto de que salió a pegar sus afiches de bailanta introspectiva en México y Los Ángeles, apela por la alusión en su obra para diluir la (sobre)información en medio de lo onírico. “Leí Contrapelo, de Jorys-Karl Huysmans, un decadentista francés que tira mucha data, y empecé a unir puntos. Así llegué a Los mitos griegos de Robert Grace, que me abrió la cabeza. Es imposible que esto no se traslade a la pintura. Forzó un cambio en la manera en que venía pintando.”

De vuelta en la superficie de la galería, el mismo artista muestra otra cosmogonía, esta vez articulada con óleo, acrílico, spray y barras de aceite. Entonces despuntan dos cabezas inmensas que se pierden (o se arman) entre líneas y puntos, el desenmascaramiento del Mao de Warhol, la visión carlsaganeana de la urbe y las leyendas mitológicas tachadas o diluidas en la desaparición de la palabra. En esta pequeña retrospectiva de su obra, este santafecino clase ‘76 se abre a preguntas, preocupaciones y contrastes. “La idea es que no fuera una sola serie, aunque también fue parte de la circunstancia”, justifica Lapalma, quien contó esta vez con la curaduría de Cecilia Medina.

“Poseer tanta obra es como tener varios discos: en un recital tocás dos temas de cada uno. Acá relato lo que hice en los últimos años y eso desemboca en mi interés más reciente, que son los mitos. La parte cumbiera parece descolgada, pero tiene mucho que ver porque es lo que dejé de hacer en las pinturas, que es usar palabras. Es un camino paralelo. Si bien no soy de la generación del street art, a la hora de pintar lo hago con las leyes de la pintura. Y eso es lo bueno de esto: podés mezclar cosas de 200 años atrás con lo actual.”

En su estudio en La Fábrica, espacio cultural ubicado en San Telmo que albergó las salas de ensayo de bandas como Morbo y Mambo, Mompox, Banda de Turistas, Las Kellis y Nairobi, Lapalma parece un indie más. “La mayoría de mis amigos son músicos”, reconoce. Y no sólo eso: su dedicación a tiempo completo en las artes visuales se la debe a la música: “Entre 2002 y 2009 tuve un local de jazz en Santa Fe, llamado Living 33”, evoca quien en su primera visita al Museo Nacional de Bellas Artes, deslumbrado por los cuadros de Antonio Seguí y El Greco, sintió que podía pintar. “Tras un año y medio, vino un montón de gente a pedirme fechas: desde la agencia de DJs más importante hasta Almafuerte, y en el medio me iba a la oficina a pintar. Al final, terminé vendiendo el bar porque sabía que me iba a dedicar a esto”, reseña. Así llegó a Buenos Aires: “Pensaba ir a Río de Janeiro, pero terminé acá. Cierta tranquilidad me aburre, por eso me muevo. Pertenezco a una generación a la que le interesaba saber qué pensaba o leían los artistas. Soy un resabio de todo eso”.

* La exhibición Los acontecimientos que no interesan sino al espíritu, de Martín Lapalma, estará abierta al público hasta el 12 de octubre en Espacio Cavallero, Ortega y Gasset 1957.