Rodrigo le resolvió gran parte del trabajo a sus biógrafos cuando decidió tocar en el Luna Park. Su historia nunca podrá ser entendida sin ese momento cumbre y cúlmine: ahí Rodrigo se convirtió en algo tan grande que incluso dejó de pertenecerle. Una metáfora poderosa sobre una vida ídem. Esa misma que hoy vuelve a atraer por lo que propone o al menos intenta la película El Potro: penetrar en la construcción y destrucción de un ídolo popular, ver sus luces y sombras, exponer su voz pero también sus tripas.

La directora Lorena Muñoz decidió comenzar el film en el Luna Park –en verdad las tomas fueron rodadas en el microestadio Malvinas Argentinas– porque probablemente no exista mejor manera de iniciar una narración sobre Rodrigo: casi al final, en ese instante supremo, y de ahí hacia atrás, avanzando hacia adelante, retrocediendo o anclándose en las historias satelitales que emergen por los costados. El Potro desfila vestido de boxeador hacia el ring en una escena que trasunta más tensión que felicidad: el público que vaya al cine sabrá que a partir de ahí Rodrigo desandará la vorágine que lo llevará irremediablemente a la muerte. Un recurso que en algo se hermana con el inicio de Gilda, donde la cámara se ubica dentro del coche fúnebre que avanza con el cuerpo de la cantante hacia el cementerio de la Chacarita. Dos maneras de hacer metáfora la transición de la carne al bronce.

Con El Potro, Muñoz viene a cerrar una “bilogía” en la cual el cine comercial aporta su mirada sobre una era clave pero trágica en la cultura popular argentina: los ‘90, con la ampliación de los deciles más pobres de la pirámide social, el anclaje de la cumbia en esas zonas cada vez más anchas, la extensión frenética y descontrolada del mercado de la bailanta y los accidentes fatales de Gilda y Rodrigo como control de daños de una escena comercial que debió depurar la manera en la que administraba idolatrías y negocios de tal tamaño. Dos muertes jóvenes a pocos años de distancia (Gilda a los 34 en 1996, Rodrigo a los 27 en 2000) que alientan la tristeza con la cual recordamos esa década.

En ese sentido El Potro, al igual que Gilda, cumple con su cometido porque pinta bien una vida en la cual el arte convivía entre la audacia creativa, la disrupción cultural y un peligro constante que influía en la emocionalidad de estos ídolos, en ambos casos frágiles y notablemente reflejados en las películas. Las cuerdas del ring entre las que se meció Rodrigo durante sus trece Luna Park eran sólo una puesta en escena. Fuera del escenario no había redes ni pileta. Su vida era un abismo de intensidades sin freno, sobre todo cuando empezó a tener éxito, algo que no le vino de golpe sino con los años, casi al final.

Rodrigo era un manija sin remedio que abría toda puerta que se le interponía, lo cual en determinado momento se volvió peligroso. Así se encontró con lo bueno y con lo malo: la verborrea de hits bailables de sus últimos tiempos y el acceso a cotas cada vez mayores de convocatoria, pero a la vez la presión que demandaba ser un ídolo popular, un difícil depositario de expectativas ajenas y complejas. Murió como vivió ese trepidante éxito, a toda velocidad y sin saber si fue por culpa suya o de otros.

Claro que, además del modo en que el cine procura describir vidas enteras a través de retazos elegidos a conciencia en el marco de la búsqueda estética del director, en el caso del arte se vuelve indispensable además explicar cómo el personaje administró y potenció su talento, de qué modo le dio entidad e identidad al recurso que lo definió como exponente cultural. En su caso, el de la cultura tropical, a la cual influyó dándole alcance nacional a lo que tenía mucho prestigio territorial pero poca expansión en la escena cumbiera argentina: el cuarteto cordobés. Si la bailanta como espacio comercial pegó un estirón en los ‘90 fue gracias a ese género que Rodrigo popularizó con su propias canciones en Buenos Aires y el conurbano, los núcleos claves.

Pero si en Gilda ella aparecía permanentemente componiendo o escribiendo tanto en soledad como en compañía de alguno de sus músicos, en El Potro apenas se ve de él una escena similar con la banda de sus comienzos, aún en Córdoba, y eventualmente solo en la habitación del hotel donde paraba cuando comenzó a trabajar fuerte en Buenos Aires. Son diferentes abordajes a perfiles artísticos similares: la excepcionalidad de ambos residió en que no sólo cantaban canciones que la cultura popular tomó por propias sino que además las creaban desde su letra hasta su música. La nobleza intelectual de un artista también debe medirse por cuán protagonista buscó ser de su propio arte; cuán genuino fue todo aquello que expresó. En la película, el registro artístico de Rodrigo se manifiesta casi de manera exclusiva en la visceralidad del vivo, en pequeños bailes, grandes conciertos o la televisión (por entonces el factor de difusión más importante), pero poco y nada en su dimensión más intimista. Quedan ganas de aproximarse un poco más –aunque sea a través de la fantasía del cine– al espacio sagrado de la creación.

Probablemente algunos foros periodísticos se concentren en la repercusión que la película, que estrena hoy, generará entre los protagonistas personificados. Su mamá, la madre de su hijo, su propio hijo, el representante, mujeres que se describen como fundamentales, algunos amigos. Son los que articulan la forma en la que El Potro busca explicar la vida de Rodrigo: a través de relaciones siempre intensas, emocionales y conflictivas, musicalizadas, claro, por éxitos que nadie rechazaría. Es una forma de entender cómo se fue modelando este poeta maldito del cuarteto serrano. La otra, claro, serán siempre sus canciones.