La Química fue el campo de conocimiento más importante para la propia trayectoria profesional de Alfred Nobel, uno de los empresarios y emprendedores más prolíficos de los últimos tiempos. Tal vez, por la culpa de haber inventado la dinamita, a finales del siglo XIX, este avispado químico nórdico –que hablaba varios idiomas y que patentó más de 350 desarrollos tecnológicos– sentía la necesidad de retribuir a la sociedad de alguna manera, pues había encendido la mecha de origen y posibilitado la expansión de los explosivos contemporáneos.

Entre 1901 y 2017, el Nobel fue entregado en 109 oportunidades, con un total de 178 individuos laureados (ya que, por supuesto, muchos fueron compartidos) y solo cuatro mujeres fueron distinguidas: Marie Curie (1911), su hija Iréne Joliot-Curie (1935), Dorothy Crowfoot Hodgkin (1964) y Ada E. Yonath (2009). El dato curioso –que, además, tiene la virtud de exhibir el modo en que los avances siempre se producen en escenarios históricos y, por tanto, culturales– es que en 1938 y 1939, durante los comienzos de la Primera Guerra Mundial, Richard Kuhn y Adolf Butenandt fueron obligados por el propio Adolf Hitler a rechazar el premio. No obstante, para el consuelo de sus egos destrozados, fueron a recibir sus correspondientes diplomas y medallas una vez concluido el conflicto bélico. 

Frances Arnold, por lo tanto, es la quinta mujer en recibir el Nobel en esta categoría. Desde 2009, cuando Ada Yonath fue distinguida por sus investigaciones respecto de la estructura y la función de los ribosomas, ninguna científica había sido reconocida en este terreno. Esta buena noticia se suma a la conocida el martes, cuando desde Estocolmo informaron que Donna Strickland recibiría el Nobel en Física. En apariencia, de manera saludable, algo se ha transformado en el mundo. Tal vez, definitivamente, la marea verde está demoliendo de una vez y para siempre los techos de cristal que, de manera desafortunada, también comprimen el mundo científico y asfixian las chances de talentos inigualables.