Empleadas domésticas con garantía de satisfacción o le devolvemos su dinero. Esa es la promesa de Zolvers, el Tinder de la limpieza. Una plataforma que se presenta como intermediario entre empleadas domésticas –en femenino, porque en su mayoría son mujeres–, y empleadores en potencia que desean hacer contrataciones por hora, semana o mes. Desde el aspirado de alfombras hasta el polirubro cama adentro (porque aunque suene jurásico en Argentina sigue vigente esa modalidad de supresión del tiempo libre y la vida privada por motivos de clase). 

Como la antigua agencia de colocaciones, pero adaptada al lenguaje y los ritmos de la economía de la plataforma –el lado Uber del mercado del trabajo a destajo–, Zolvers tiene la ventaja de brindar certezas respecto de la trabajadora (calificación, confiabilidad). Para ella, también hay pros: facilita el contacto con los empleadores, puede pedir un cambio de casa y además hay un precio por hora que en teoría no puede estar por debajo del tarifario del sindicato. 

“Zolvers no es empleador de las mujeres. Lo que sí tenemos es Zolvers Pagos, otra unidad de negocios que formaliza las relaciones entre cliente y empleada. Al cliente le ofrecemos ponerle en blanco a su empleada”, le explicó a este diario Vera Sánchez, cofundadora de la empresa. Sin embargo, por más que impulsen la registración, ésta no es obligatoria. De este modo, según explica Inés Pérez –docente de la Universidad de Mar del Plata e investigadora especializada en la historia del servicio doméstico–, “Zolvers no garantiza el cumplimiento de ninguna de las obligaciones patronales. No es una cuestión de buena voluntad”. 

La empresa, que fue distinguida por Mauricio Macri como ejemplo de emprendedurismo, “factura, según datos publicados en los medios, alrededor de tres millones de dólares anuales, pero genera poco empleo propio”, advierte Inés Pérez. Ya que “para gestionar la conexión entre trabajadoras y empleadores no se necesita mucha gente. Las creadoras tienen una ganancia enorme pero las trabajadoras cobran lo mismo que hubieran cobrado de otra manera”. ¿O tal vez cobren menos? María José es una ex zolver que no tuvo una buena experiencia y que prefiere no dar su apellido: “Cuando entré a trabajar el precio era 90 pesos la hora pero ellos cobraban por vos 120. Trabajé con ellos dos años, hasta enero, hasta que encontré a una empleadora a la que le pareció mejor pagarme a mí directamente”. 

¿Match o escrache?

“El administrador de la plataforma no participa en el trabajo físico, sino que gana dinero conectando al trabajador y al que requiere el servicio. Es la misma lógica de, por ejemplo, AirBnb. En Europa este tipo de apps ya existen hasta para cuidadores de gatos. En Latinoamérica, los hombres de negocios también aplauden el advenimiento de esta economía de la plataforma porque con ella suponen que llegará el fin del sindicato”, dice Eduardo Chávez Molina –investigador del Instituto Gino Germani y especialista en temas de desigualdad–. Chávez Molina identifica a Zolvers como un caso dentro de la gig economy, que en España se traduce como la economía de los pequeños encargos, y en Argentina como la economía de las changas “pero más sofisticada”. 

Zolvers pone a disposición de cualquier curioso un catálogo con las caras de más de 60 mil empleadas “verificadas y certificadas”. Todas tamizadas por un proceso de selección que incluye una entrevista personal, verificación de antecedentes penales, chequeo de referencias y un test psicológico de origen no identificado. 

“Dispuesta a hacer lo que le pidas”, “Lo hace de buen humor”: así califican los clientes a estas mujeres que llevan adelante un tipo de trabajo históricamente denostado, que según la última Encuesta Permanente de Hogares representa el 12,5 por ciento del total del empleo femenino del país. “Servicial y aprende rápido”, “¡Le pone la mejor!”, dicen porque, si bien sólo el 27 por ciento del trabajo doméstico es trabajo registrado, además de todo, hay que hacerlo con amor.

“A veces es despistada”, “Debe mejorar la atención al detalle”, se quejan algunos usuarios. Pero la posibilidad de calificar no es recíproca. O, por lo menos, lo que piensen las empleadas de sus experiencias no queda a la vista del público. Debajo de la foto y puntajes, figuran también a la vista de todos, datos como habilidades, estado civil, edad, cantidad de hijos. “Seguramente, estas trabajadoras tengan mucho para decir sobre los empleadores. Pero no se les da la posibilidad de hacerlo públicamente. Eso habla de la estructuración de un mercado de trabajo que reproduce relaciones asimétricas”, observa Cecilia Allemandi, docente-investigadora de la Universidad Nacional de San Martín y autora de Sirvientes, criados y nodrizas. Una historia del servicio doméstico en la ciudad de Buenos Aires.

Por más que se reemplace “la mucama” por una expresión mucho más amigable como “ayuda de confianza en casa” se sigue desviando la mirada: decir que “la zolver lo hace con onda”, como juran algunos usuarios, no aliviana el trabajo. Se sigue pensando como un asunto que sólo compete a privados, cuando “el trabajo doméstico y los cuidados son una necesidad social y deberían tener un reconocimiento que se tradujera en mejores remuneraciones y en el respeto de sus derechos laborales, pero eso solo es posible si el Estado tiene un papel activo”, aclara Inés Pérez. “No puede quedar en las manos de empresas o en la buena voluntad de los empleadores”, sino que “tiene que ser el Estado quien implemente las políticas para lograrlo, algo que en este contexto de vulneración de derechos en general parece cada vez menos probable”.