“Walter y el perro Dos narices” es el último relato del libro Villa Celina y es un homenaje a nuestros queridos perros de la infancia, que por lealtad y compañerismo jamás se despegaban de las barras de pibes que paraban en cada esquina. Ellos nos reconocían como hermanos si echábamos a correr por el campito, y nada domesticadas fueron sus vidas porque todos estaban siempre a la intemperie, incluso los perros con dueños, durmiendo en puertas y veredas, sin correas ni alimentos balanceados; comían cualquier hueso, restos de guiso o sopa; eran perros de montaña o paisajes extremos que por azar vivían en la monotonía del barrio conurbano, siempre listos para la aventura hacia los potreros y tosqueras; y así nos recuerdo también a nosotros, ya que todos fuimos perros callejeros, un coro de ladridos y gritos infantiles, rayos eléctricos provenientes de otros años luz, una jauría de piernitas mal alimentadas, condenados a muerte que se habían escapado de casas y perreras, sin patria, sin familias ni dioses, al costado de la Capital a cielo abierto, estómago vacío y corazón.