Algunos dicen que Mauricio Macri tiene mala suerte, otros creen que “es” la mala suerte. Subjetividades al margen, la estrella externa de su gobierno no fue hasta ahora la mejor: a la previsible suba de la tasa de interés en Estados Unidos y los bajos precios de las commodities asociados, para colmo con la excepción del petróleo, se le sumó también la depresión de Brasil, un panorama que podría agravarse todavía más frente a una posible victoria del candidato del Parido Social Liberal (PSL), el ultraderechista Jair Bolsonaro, triunfo que comenzará a definirse hoy mismo con la primera ronda electoral, según resumen las encuestas.

Para los medios de comunicación y las poblaciones politizadas, Bolsonaro aparece como un emergente “fascista”, imagen fundada en expresiones homofóbicas, antifeministas, racistas y de reivindicación de dictaduras varias del candidato, una visión acorde a su vieja formación militar. Desde la perspectiva ideologizada de la derecha argentina, su triunfo sería en general una buena noticia. Fundamentalmente porque la principal economía de la región se convertiría en un bastión antipopulista y, especialmente, en una potencial dificultad para la vida cotidiana y la reconstrucción de alianzas continentales en el caso de un posible retorno, a partir de 2019, de gobiernos populares.

Pero como este es un espacio materialista, las preguntas que importan primero son las económicas más que las exclusivamente políticas, si tal separación fuese posible. Los modelos en pugna en las elecciones brasileñas son dos, no precisamente derecha e izquierda, sino un neoliberalismo progresista, encarnado por el PT, y un neoliberalismo extremo, representado por el PSL. En el caso del PT porque se anunció que, siguiendo la línea de la destituida Dilma Rousseff y las relaciones de poder real al interior de la sociedad brasileña, se buscaría un ministro de Hacienda entre los hombres del “mercado”. Luego, el propio candidato, el economista paulista Fernando Haddad, no pertenece precisamente al ala más radical de su partido. Formado laboralmente en el sector financiero siempre cultivó visiones fiscalistas. Hay poco en su trayectoria que permita asociarlo con el llamado “populismo”. Sus declaraciones sobre no indultar a Lula da Silva refuerzan la perspectiva no rupturista con el establishment.

En el caso de Bolsonaro, no hay nada que lo asocie, por ejemplo, con los militares desarrollistas de otros tiempos regionales. Sus asesores económicos son todos ortodoxos y su candidato a vicepresidente, el general retirado Hamilton Mourao, llegó a hablar, antes de ser llamado a silencio en campaña, de la eliminación del aguinaldo. Siguiendo declaraciones y trascendidos, su proyecto económico es profundizar las privatizaciones y las desregulaciones. La limitación del aumento del gasto público, ya fue impuesta constitucionalmente por la actual administración golpista de Michel Temer, lo mismo que una reforma laboral extrema y anti–trabajadores. El PSL le daría una nueva vuelta de tuerca, aunque parezca imposible.

Si existe una posibilidad de ruptura, de quiebre histórico, como consecuencia de las elecciones de este domingo es por derecha. La economía brasileña comenzó a caer sin pausa en 2014 y hoy se encuentra en depresión y sin señales de arranque a la vista. Previsiblemente aumentó el desempleo y la desigualdad. El Lava Jato provocó no sólo la desestabilización institucional y política, sino también la destrucción de grandes empresas. Un dato fuerte es que buena parte de los más de 12 millones de desempleados dejaron de buscar trabajo, no sólo porque no encuentran, sino por la baja calidad de los existentes. La situación social se agravó y se expandieron economías informales ilegales como el narcotráfico. Abundan las bandas armadas, desde narcos a parapoliciales. En ciudades como Río de Janeiro son habituales los enfrentamientos a tiros entre facciones rivales por el control del territorio. En paralelo, en las barriadas pobres se expanden las sectas evangélicas, las que cuentan con una fuerte representación política parlamentaria. El apoyo a Bolsanaro del líder de la Iglesia Universal del Reino de Dios, el multimillonario Edir Macedo, logró que el candidato suba entre 7 y 8 puntos en las encuestas.

Bolsonaro, entonces, expresa una suma de representaciones que tiene tres fuentes, el avance de la derecha evangélica como factor de poder, con la retrógrada introducción del fanatismo religioso en la agenda política, la demanda de orden de los sectores medios y altos frente a la realidad de un Estado semi–fallido y el desgaste y desprestigio de la clase política, tanto por un sistema parlamentario que alentó las negociaciones permanentes para construir mayorías, con la corrupción asociada, como por la persistencia y duración del lawfare y el quiebre institucional.

Mirando desde Argentina hay conclusiones para todos los gustos. La más general es que luego del profundo deterioro de las condiciones de vida provocado por políticas económicas ortodoxas, antiestatales y antilaborales, no sigue necesariamente, por el peso de la dialéctica histórica, la revolución. Tampoco gobiernos progresistas o, en lenguaje local, nacionales y populares. El ajuste y el deterioro social pueden dar lugar a situaciones de anomia –en el más puro sentido de Emile Durkheim– que abran las puertas a salidas profundamente regresivas en todas las dimensiones del término: cultural, social y económica. La segunda conclusión, terrible, es la virtual ruptura del consenso democrático lentamente construido a partir de los años ‘80 en tiempos de las post dictaduras. La nueva alianza entre el poder real de las élites económicas y el poder judicial, con apoyo geopolítico estadounidense y con el “populismo” como nuevo enemigo de la hora, reemplazó a los golpes directamente militares frene a la amenaza del comunismo. Por la suma de esos factores, un triunfo de Bolsonaro significará, para Brasil y la región, un escenario de elevada incertidumbre económica y de reducción de la integración regional.