Del mismo modo en que la FIFA inventó los mundiales Sub-20 y Sub-17, el Comité Olímpico Internacional (COI) pensó los Juegos Olímpicos de la Juventud como una réplica a menor escala de su “producto” principal para penetrar en mercados emergentes o satelitales y tener expansión real en el planeta que intenta regir. Y así como la Argentina de Pekerman tuvo que ir por los rincones del mundo para hacer (su) historia en Qatar o Malasia, los JOJ –una sigla que hasta parece millennial– ahora caen en Buenos Aires después de pasar por Singapur y China, y antes de ir a Senegal. La llama olímpica llega a domicilio como garante simbólico de una especie de franquicia en la que se pone a disposición una estructura pequeña pero fundamental, y después cada anfitrión debe redondear el relato en su favor como mejor le salga.

La edición que se está desarrollando en la capital argentina es la tercera e involucra a 4000 atletas de 200 países, todos de entre 14 y 18 años, quienes compiten en 241 pruebas de 32 deportes. Son cifras que no distan mucho de las de Río 2016, los últimos Juegos Olímpicos, que tuvieron 11500 atletas de 206 países para 308 pruebas en 28 deportes (cuatro menos que Buenos Aires 2018). La diferencia reside en el interés que ambos eventos despiertan en ese jugador tan importante como aquel que se sube al podio: el conglomerado de bebidas, indumentaria, electrodomésticos, cremas de enjuague y prepagas que libran sus propias olimpiadas e inciden con su billete casi tanto como los deportistas con su músculo. Ninguno de estos macroeventos sería posible sin el pringoso pero indispensable aporte del capital privado compuesto por marcas con rostros pero firmas sin nombre.

En ese escenario de desinterés comercial, el grueso del financiamiento de estos JOJ corre a cargo del gobierno de la ciudad, el cual en 2013 (cuando el COI le concedió la sede por encima de Glasgow y Medellín) proyectó un presupuesto con una curiosa cotización estimada para 2018 de un dólar a 4,50 pesos, conversión incluso menor que la que había entonces. Pero el error de cálculo, lejos de limitarlo, le permitió al gobierno porteño reacomodar gastos que en su mayoría estaban dolarizados. Como todos los millones destinados a crear de cero una Villa Olímpica en Soldati –con todo lo que remite la obra pública en Argentina– que tendrá un impacto inmobiliario más allá de los Juegos: por un lado activará el siempre viscoso negocio de la venta de departamentos a través de créditos hipotecarios, por el otro estimulará un polo deportivo que debilitará al Cenard como lugar modelo y como modelo de gestión y proyección del deporte formativo. Algo que estos Juegos casi buscan enfatizar reduciéndolo a una sede secundaria, y que varios observan como un peligro: sus tierras, de las más caras de la ciudad, siempre fueron codiciadas por negocios privados.

La competencia de Buenos Aires 2018 fue divida principalmente en cuatro “parques”. El “Verde” lo componen clubes de Palermo, el “Urbano” está en Puerto Madero, el “Tecnológico” abraza ambos márgenes de la General Paz, entre Saavedra y Tecnópolis, y el “Olímpico” se erige como protagonista en la periferia del Riachuelo. Cada ciudad anfitriona decide qué cara “mostrarle al mundo” y Buenos Aires se inclinó por grandes espacios públicos como el Parque Sarmiento, clubes de alcurnia como el Hípico y urbanizaciones notables como los Bosques de Palermo, de donde tuvieron que mudar circunstancialmente la Zona Roja para hacer carreras de bicicletas. Todos elementos que definen la ciudad, aunque resulta curioso que ni siquiera una de las sedes haya sido alguno de los notables clubes de barrio que también explican la conducta deportiva de Buenos Aires.

El lugar de estos últimos en el ideario simbólico parece haberlo ocupado la Villa Olímpica. Una creación que, desde la suburbanidad porteña, pretende exhibirse como ejemplo de una política expansionista del deporte que, además, persigue una mirada progresista: el Estado desembarca con dos ambiciones juveniles como el deporte y la vivienda a Soldati, núcleo del extremo sur porteño, ahí donde abundan ciudadanos de una ciudad que aún no había llegado.

Una bonita propuesta que, de momento, se da de jeta contra el pavimento. Los 1200 departamentos del predio de Soldati son por lo pronto una promesa a futuro en una zona por la que desfilaron millones de dólares pero sin impacto alguno en sus problemas, que son muchos e incluyen villas de emergencia donde el Estado de otro tiempo arrumbó pobres de otras zonas. Y el deporte como política vive un momento crítico ante la posibilidad concreta de sufrir por tercer año consecutivo un fuerte recorte: de aprobarse el Presupuesto Nacional 2019 tal como lo presentó el gobierno nacional, la Secretaría de Deportes dispondrá de un 10 por ciento menos de dinero que en 2018, una poda brutal si además se consideran las devaluaciones intermedias.

Es una discusión sensible en pleno Buenos Aires 2018, ya que afecta numerosos programas, estímulos económicos a instituciones del interior del país y más de 1500 becas que sostiene el Ente Nacional de Alto Rendimiento Deportivo. Éste último, sea mucho o poco, significa el único insumo alternativo a un semillero olímpico que de lo contrario se vería condicionado únicamente por lo que necesita el mercado –atletas que vendan– y no lo que persigue el deporte como política de Estado: promocionar hábitos saludables y entender la competencia como una práctica lúdica. La frase sobre que “lo importante es competir” no es tan boluda como parece, simplemente a algunos les lleva más tiempo comprenderla.