En los últimos años he escrito bastante sobre mis familiares directos: padres, hermanos, abuelos, primos y primas, alguna tía. Uno de los primeros textos, con el título “Filial”, fue sobre mi padre. En una visita al programa de una locutora con mucho de feminista políticamente correcta, ella me preguntó acusatoriamente por qué no había escrito sobre mi madre. Con mi confianza en lo que ocurre, más que en lo que debería ocurrir, le dije: “Porque este es un cuento sobre mi padre”. Igual me dejó la espina. Después leí una columna de Guillermo Saccomano donde hablaba de la dificultad de escribir sobre la madre. Pensé que sí, que era difícil en parte porque, con total redundancia, la madre es tan natural como la naturaleza, y un padre tan poco natural como un taller de imprenta.

Al fin escribí “Querida mamá:” (así: con los dos puntos de una carta), pocos meses antes del fallecimiento de mi madre, un día antes de cumplir sus 90 años, varios años después de la muerte de mi padre. Como es lógico, me suena a poco, por una parte. Y por otra cuento algunas anécdotas que quería que quedaran asentadas por escrito, como el traslado de un piano por los inmensos paisajes de la República Argentina de otros tiempos, con el que mi madre tuvo que ver, digamos, con la eficacia de un ingeniero.

¿Y si mis padres en vez de irse a Rosario se hubieran ido a Bahía Blanca?, me pregunto. Y freno: la lectura de ciencia ficción me ha hecho daño.