Durante la positiva posguerra, que duró ciertamente poco, hasta los tempranos 50, un conjunto de artistas de Nueva York recogió ideas y aun el nombre, recordatorio del que pusieron las Vanguardias, y dio forma a un movimiento de arte auténticamente norteamericano, el “Expresionismo abstracto”. Las palabras, claro, venían paradójicamente de Berlín, pero de los 20, castigadas por el nazismo, y eran asumidas por críticos de arte con resonancias bien judías: Robert Coates, del New York Times, Harold Rosenberg (creador de Action Painting, “pintura de acción”: el término apareció empleado por vez primera en el ensayo de Rosenberg “American Action Painters”, publicado en el número de diciembre de 1952 de ARTnews) y Clement Greenberg, destacado ya por su ensayo “Avant-Garde and Kitsch”, publicado inicialmente en el periódico Partisan Review, de 1939.

Consideraban, con no poca clarividencia, que ahora el mejor arte de vanguardia se estaba gestando allí, no allende el mar, y levantaban a Jackson Pollock y el ejemplo de sus telas de “pintura gestual”. Pollock había firmado un contrato con Peggy Guggenheim en julio de 1943, por el que recibió el encargo de crear un mural que mide unos dos metros y medio de altura y unos seis de ancho, para la entrada de la nueva casa de Guggenheim. Como sugerencia de su amigo y consejero Marcel Duchamp, Pollock pintó en un lienzo, en lugar de hacerlo en la pared, para que la obra fuese portátil. Después de ver ese mural, el célebre y discutido Clement Greenberg escribió: “Le eché un vistazo y pensé ‘esto sí que es arte extraordinario’ y supe que Jackson era el pintor más grande que este país ha producido”. Elogió igualmente las obras de Willem de Kooning, Hans Hofmann, Barnett Newman, y Clyfford Still como paradigmas de la nueva generación. Greenberg (“American-Type Painting”, 1955) consideraba que el carácter plano del lienzo, visto como un obstáculo por la pintura clásica, era una ventaja para la moderna; quedó muy entusiasmado con los canadienses, con el éxito de su exposición Painters Eleven, en la Roberts Gallery de Toronto, y en especial con la pintura de William Ronald y la de Jack Bush, con quien después tuvo una larga amistad. Vio en ellas una transformación progresista, como venía proponiéndola en escritos teóricos desde antes, del expresionismo abstracto a la pintura de campos de color y de abstracción más lírica. Él quería que el trabajo revelara la veracidad del lienzo y los aspectos bidimensionales del espacio, e inventó el término “Abstracción postpictórica” para distinguirlo del Expresionismo abstracto o Abstracción pictórica, tal como ellos preferían llamarla. Esa abstracción post-pictórica reaccionó contra la abstracción gestual y se ramificó en dos grupos principales, los pintores Hard-Edged (pintura de borde duro o de perfil duro) como Frank Stella y Ellsworth Kelly (gran experimentador cromático, Kelly, en la serie de “Red Blue Green” pone en cuestión la relación entre la “figura” y el “ground”, el suelo, el fondo, y es de los que exploraron las relaciones entre formas y bordes) y los pintores Color-Field como Helen Frankenthaler y Morris Louis, quienes vertieron pintura diluida en el lienzo para explorar los aspectos del color puro y fluido, poniendo evidentemente el acento sobre el material, que es “chorreado”, “derretido” sobre la tela, y se recubre sucesivamente con otras capas de color. Todo esto caracterizado por una reacción espontánea, pinceladas poderosas, la pintura goteada (dripping) o arrojada, y los fuertes movimientos físicos desplegados en la producción de un cuadro. Hay un dicho famoso de Willem de Kooning respecto de Pollock: “El rompió el hielo para el resto de nosotros”.

Se ha criticado como demasiado general y algo paradójico el uso de este término, “Expresionismo abstracto”; la apelación común supone las prácticas del arte abstracto para expresar sentimientos, emociones, lo que está en el interior del que pinta y no lo que anda, entra y sale de él. Si bien los muchos artistas abarcados por esta denominación tienen estilos completamente diferentes, la crítica ha encontrado puntos comunes. Habría por lo menos dos elementos característicos: en primer lugar, el gran tamaño de los lienzos usados, parcialmente inspirados, se percibe, por los muralistas mexicanos y las obras que se hicieron para la WPA (Works Progress Administration, en el marco del New Deal) durante los años 30; en segundo lugar, el fuerte e insólito uso de pinceladas y la aplicación de pintura experimental, con una nueva conducta, espontánea, instintiva, frente a la línea, la forma y el color.

Aunque de creación puramente norteamericana, y siendo la primera vez en la historia del arte occidental que se traslada el centro de invención y de producción de Europa a América (si se omite el período precolombino, lo que daría lugar a otra vasta discusión), estos movimientos son el fruto, parcial, de influencias también europeas: “El pasaje del Expresionismo figurativo de pintores tales como Kokoschka, Soutine, Nolde, al Expresionismo abstracto, que caracteriza el período abierto con el fin de la Segunda Guerra Mundial –sostiene Herbert Read en su Historia de la pintura moderna–, no posee la lógica cronológica que reclama la historia ordenada. Sin embargo, los elementos de esta transición existen en las primeras improvisaciones de Kandinsky, en la transformación visionaria de la realidad en Kokoschka, en la pintura de Soutine, tensa como la piel de un tambor, en las luminosas incrustaciones de color de Rouault y de Nolde, progresión regular hacia un modo de comunicación que se apoya únicamente sobre formaciones autónomas de contorno y de color: símbolos tan automáticos y tan expresivos como una signatura”. A lo que habría que agregar, porque sin duda tuvieron su enorme peso, la llegada a Estados Unidos de intelectuales, artistas y pintores que huían del nazismo: Fernand Léger, Piet Mondrian, Naum Gabo, Max Ernst, Salvador Dalí, Marc Chagall… y Marcel Duchamp que estaba ahí casi en permanencia desde 1915, por citar a algunos de los no menores.

Es doloroso comprobar que, para esa época, marxistas e izquierdas en general, víctimas del más alentado, dirigido y domesticado realismo, consideraban estas tendencias, sobre todo si eran norteamericanas, “simple expresión en el arte, de la decadencia y descomposición burguesas” (Fernando Claudín). Su antirealismo, su negativa a intentar siquiera representar la llamada realidad, la absoluta oposición a la idea del arte como representación, erizaba, asustaba, hacía de estas experiencias plásticas el objetivo fácil, declarado, de todas las flechas. Se veía sólo lo superficial de aquella reacción pictórica, no lo que llevaba como ruptura definitiva (y por eso audaz, arriesgada) con modos de ver la representación, la reproducción estética. No habían llegado todavía los tiempos en que se releyera a Antonio Gramsci y, aquí, a José Carlos Mariátegui; en que se conociera o releyera a Walter Benjamin, en que se supiese de la Escuela de Frankfurt, de Theodor W. Adorno, y sobre todo de Herbert Marcuse, quien alcanzó a escribir: “Mi crítica a esta ortodoxia se funda en la teoría marxista, en la medida en que ella también observa la obra de arte en el contexto de las relaciones sociales en vigencia y asigna al arte una función y un potencial políticos. Pero, a la inversa de la estética marxista ortodoxa, es en el arte mismo, en la forma estética en tanto tal, que encuentro el potencial político del arte” /…/ “El potencial político del arte reside solamente en su propia dimensión estética”.

* Escritor, docente universitario.