Es tan arbórea la familia del documental argentino que de pronto se dan brotes impensados, parentescos secretos, cohabitaciones no previstas. Por ejemplo, la de Oscar Brizuela, protagonista de Casa del Teatro, con Segey Spivak, protagonista de Segey, estrenada un par de semanas atrás. Nómade involuntario, Segey, nativo de Estonia, se encuentra en La Plata, Argentina, en el momento en que la Unión Soviética se hace pedazos, deviniendo apátrida y perdiendo contacto con el único ser con el que tenía alguno, su hijo. A partir de ese momento, deambula en la remota Argentina, intentando dilucidar cuál es su norte.

Convertido en actor de la noche a la mañana en los años ‘60 ( gracias a la varita mágica de la diosa blanca Libertad Leblanc), tras haber sufrido un ACV el octogenario Oscar Brizuela apunta a ubicar en el mapa a su hijo Maximiliano, a quien no ve desde vaya a saber cuándo. Cómo saberlo si el propio Oscar no lo sabe, navegando en su memoria como quien lo hace en un bote perforado. El ACV le estragó a Oscar la memoria próxima, pero la más mediata tampoco está del todo a salvo. No al menos para saber con certeza si Maximiliano llegó a amenazarlo de muerte alguna vez y por qué.

Como Segey, Oscar Brizuela vive en una nebulosa. La nebulosa del ACV, que lo coloca en una suerte de limbo entre lo real y lo que su cerebro le permite hacer. “¿Qué día es hoy?”, le pregunta una médica o paramédica. “24”, responde Oscar, a quien la Casa del Teatro, que funciona en el piso superior del Teatro Regina y que da cobijos a actores retirados, acoge, como servicio mutual. “¿24 de qué mes?” Silencio. “¿En qué año estamos?” Otro silencio. La de Casa del Teatro, opus 2 de Hernán Rosselli, realizador de la notable Mauro (2014), es la historia de la recomposición, por parte de Oscar Brizuela y quienes lo atienden, de lo que el ACV no se llevó. Ya se sabe que de una enfermedad neurológica se puede recuperar poco. Pero nunca se sabe cuánto, y es ese no saber el que Oscar recorre con médicos y paramédicos, y también con los compañeros del pensionado, con quienes ensaya una obra para presentar en el teatro de planta baja.

El ACV de Oscar fue bastante benigno, al punto de no dejar síntomas visibles más allá de la falta de memoria. Y los 80 de Oscar también son bastante benignos, por lo que puede verse. Oscar ensaya Macbeth con un compañero –argentino que en sus buenos tiempos hacía de andaluz, aprovechando la facilidad para el acento y algunos palotes de flamenco–, y se desespera, lucha y se retuerce por acertar con las réplicas más sencillas. Oscar es un hombre respetuoso, gentilísimo, de voz quebradiza y fraseo impecable, producto seguramente de sus tiempos de actor. Editor profesional (en Viviré con tu recuerdo y Los corroboradores, entre otras), Rosselli puntúa el registro directo de los días de Oscar en la Casa del  Teatro con la progresión de un film de los ‘60 en blanco y negro, lejano de todo asomo de calidad cinematográfica y con atisbos de tímido erotismo criollo. Rosselli utiliza esos fragmentos alla Cozarinsky, en el sentido de que en ese treintañero héroe de ficción, seductor de chicas varias, puede proyectarse al imaginado Oscar real, en una edad de oro que el tiempo le arrebató.

Pero como Mauro –donde un par de buscavidas conurbanos fraguaban, como rebusque, billetes de 20 pesos–, Casa del Teatro no se rinde ante un pasado irrecuperable y un presente patético, sino que construye en presente el relato de una búsqueda. La de Maximiliano por parte de Oscar, que ni siquiera sabe si aquél –a quien hace vaya a saber cuántos siglos que no ve– vive acá o en el extranjero. E incluso si vive. Oscar hojea su libretita de anotaciones buscando algún dato que gatille su memoria reacia. Busca los servicios de una suerte de detective privado de cabotaje, que rastrea al desaparecido a través de padrones y consultas electorales. Rosselli halla dignidad donde ésta tambalea, tanto en la noble figura de Oscar como en esa compañera o posible “filito” (nunca se sabe), que en su estrecho departamento y con la compañía de una perrita yorkshire, prende un equipo de karaoke y se pone a cantar. Y contra todos los prejuicios, lo hace muy bien. Arma al servicio de la dignidad ajena, la cámara de Hernán Rosselli nunca se aparta del protagonista y los “secundarios”: la que parecería ser su hermana, el private eye porteño, la amiga cantora, el elenco de la obra de veteranos. El encuadre se cierra sobre ellos y los recorta del mundo, del mismo modo que en Mauro se concentraba en el micromundo de los protagonistas, como queriendo construirles una rústica burbuja protectora.